Combates contra los tlaxcaltecas

Texto original con ortografía de la época:

Y después de haber andado cuatro leguas, encumbrando un cerro, dos de caballo que iban delante de mí, vieron ciertos indios con sus plumajes que acostumbran traer en las guerras, y con sus espadas y rodelas, los cuales indios como vieron los de caballo, comenzaron a huir. A la sazón llegaba yo e hice que los llamasen y que viniesen y no hubiesen miedo; y fui más hacia donde estaban, que serian hasta quince indios, y ellos se juntaron y comenzaron a tirar cuchilladas y a dar voces a la otra su gente que estaba en un valle, y pelearon con nosotros de tal manera que nos mataron dos caballos e hirieron otros tres y a dos de caballo. Y en esto salió la otra gente, que serían hasta cuatro o cinco mil indios, y ya se habían llegado conmigo hasta ocho de caballo sin los otros muertos, y peleamos con ellos haciendo algunas arremetidas hasta esperar los españoles que con uno de caballo habían enviado a decir que anduviesen. Y en las vueltas les hicimos algún daño en que mataríamos cincuenta o sesenta de ellos sin que daño alguno recibiésemos, puesto que peleaban con mucho denuedo y ánimo; pero como todos éramos de caballo, arremetíamos a nuestro salvo y salimos así mismo.

[…] [41] Y llegando a un pueblo pequeñuelo, ya que salía el sol, vinieron los otros dos mensajeros llorando, diciendo que los habían atado para los matar y que ellos se habían escapado aquella noche. Y no dos tiros de piedra de ellos asomó mucha cantidad de indios muy armados y con muy gran grita, y comen- zaron a pelear con nosotros tirándonos muchas varas y flechas, y yo les comencé a hacer mis requerimientos en forma, con las lenguas que con- migo llevaba, por ante escribano. Y cuando más me paraba a los amones- tar y requerir con la paz, tanto más prisa nos daban, ofendiéndonos cuanto ellos podían; y viendo que no aprovechaban requerimientos ni protesciones, comenzamos a nos defender como podíamos, y así nos llevaron peleando hasta nos meter entre más de cien mil hombres de pelea que por todas partes nos tenían cercados, y peleamos con ellos, y ellos con noso- tros, todo el día hasta una hora antes de puesto el sol, que se retrajeron, en que con media docena de tiros de fuego y con cinco o seis escopetas y cuarenta ballesteros y con los trece de caballo que me quedaron, les hice mucho daño sin recibir de ellos ninguno, más del trabajo y cansancio del pelear y la hambre. Bien pareció que Dios fué el que por nosotros peleó, pues entre tanta multitud de gente y tan animosa y diestra en el pelear, y con tantos géneros de armas para nos ofender, salimos tan libres.

Aquella noche me hice fuerte en una torrecilla de sus ídolos, que es- taba en un cerrito, y luego, siendo de día, dejé en el real doscientos hombres y toda la artillería. Y por ser yo el que acometía salí a ellos con los de caballos y cien peones y cuatrocientos indios de los que traje de Cempoal, y trescientos de Iztamestitan. Y antes que hubiese lugar de se juntar, les quemé cinco o seis lugares pequeños de hasta cien vecinos, y traje cer- ca de cuatrocientas personas, entre hombres y mujeres, presos, y me recogí al real peleando con ellos sin que daño ninguno me hiciesen. Otro día en amaneciendo, dan sobre nuestro real más de ciento y cuarenta y nueve mil hombres que cubrían toda la tierra, tan determinadamente, que algunos de ellos entraron dentro en él y anduvieron a cuchilladas con las españoles; y salimos a ellos, y quiso Nuestro Señor en tal manera ayudarnos, que en obra de cuatro horas habíamos hecho lugar para que en nues- tro real no nos ofendiesen puesto que todavía hacían algunas arremetidas. Y así estuvimos peleando hasta que fué tarde, que se retrajeron.

Otro día torné a salir por otra parte antes que fuese de día, sin ser sentido de ellos, con los de caballo y cien peones y los indios mis amigos, y les quemé más de diez pueblos, en que hubo pueblo de ellos de más de tres mil casas, y allí pelearon conmigo los del pueblo, que otra gente no debía de estar allí. Y como traíamos la bandera de la cruz, y pugnábamos por nuestra fe y por servicio de vuestra sacra majestad en su muy real ventura, nos dio Dios tanta victoria que les matamos mucha gente, sin que los unes [42]tros recibiesen daño. Y poco más de mediodía, ya que la fuerza de la gente se juntaba de todas partes, estábamos en nuestro real con la victoria habida.

Otro día siguiente vinieron mensajeros de los señores diciendo que ellos querían ser vasallos de vuestra alteza y mis amigos, y que me roga- ban les perdonase el yerro pasado. Yo les respondí que ellos habían hecho mal, pero que yo era contento de ser su amigo y perdonarles lo que habían hecho. Otro día siguiente vinieron hasta cincuenta indios que, según pa- reció, eran hombres de quien se hacía caso entre ellos, diciendo que nos venían a traer de comer, y comienzan a mirar las entradas y salidas del real y algunas chozuelas donde estábamos aposentados. Y los de Cempoal vinieron a mí y dijéronme que mirase que aquéllos eran malos y que ve- nían a espiar y mirar cómo nos podrían dañar, y que tuviese por cierto que no venían a otra cosa. Yo hice tomar uno de ellos disimuladamente, que los otros no lo vieron, y apárteme con él y con las lenguas y amedréntele para que me dijese la verdad, el cual confesó que Sintengal, que es el capitán general de esta provincia, estaba detrás de unos cerros que esta- ban fronteros del real, con mucha cantidad de gente para dar aquella no- che sobre nosotros, porque decían que ya se habían probado de día con nosotros, que no les aprovechaba nada, y que querían probar de noche porque los suyos no temiesen los caballos ni los tiros ni las espadas, y que los habían enviado a ellos para que viesen nuestro real y las partes por donde podían entrar, y cómo nos podían quemar aquellas chozas de paja. Luego hice tomar otro de los dichos indios y le pregunté así mismo y con- fesó lo que el otro por las mismas palabras. Y de éstos tomé cinco o seis, que todos confirmaron en sus dichos. Y visto, los mandé tomar a todos cin- cuenta y cortarles las manos, y los envié que dijesen a su señor que de noche y de día y cada cuando él viniese, verían quién éramos.

[…] [43] antes que amaneciese di sobre dos pueblos, en que maté mucha gente y no quise quemarles casas por no ser sentido con los fuegos de las otras poblaciones que estaban muy juntas. Y ya que amanecía di en otro pueblo tan grande, que se ha hallado en él, por visitación que yo hice hacer, más de veinte mil casas. Y como los tomé de sobresalto, salían desarmados, y las mujeres y niños desnudos por las calles, y comencé a hacerles algún daño; y viendo que no tenían resisten- cia vinieron a mí ciertos principales del dicho pueblo a rogarme que no les hiciésemos más mal porque ellos querían ser vasallos de vuestra alteza y mis amigos; y que bien veían que ellos tenían la culpa en no me haber querido servir, pero que de allí adelante yo vería cómo ellos harían lo que yo en nombre de vuestra majestad les mandase y que serían muy ver- daderos vasallos suyos. Luego vinieron conmigo más de cuatro mil de ellos de paz, y me sacaron fuera a una fuente, bien de comer, y así los dejé pacíficos y volví a nuestro real donde hallé gente que en él había dejado harto atemorizada creyendo que se me hubiera ofrecido algún peligro, por lo que la noche antes habían visto en volver los caballos y yeguas.

Para citar:
Cortés, Hernán , Cartas y documentos, México, Porrúa, 1963 [1678], pp. 40-43