La primera batalla en contra de los tlaxcaltecas

Texto original con ortografía de la época:

 

Pasó la gente de la otra parte sin desorden ni dificultad, y vueltos a formar los escuadrones, se prosiguió la marcha poco a poco, hasta que saliendo a tierra más espaciosa descubrieron los batidores a larga distancia veinte o treinta indios, cuyos penachos (ornamento de que sólo usaban los soldados) daban a entender que había gente de guerra en la campaña. Vinieron con el aviso a Cortés, y les ordenó que volviesen alargando el paso y procurasen llamarlos con señas de paz, sin empeñarse demasiado en seguirlos, porque el paraje donde estaban era desigual y se ofrecían a la vista diferentes quiebras y ribazos, capaces de ocultar alguna emboscada. Partió luego en su seguimiento con ocho caballos, dejando a los capitanes orden para que avanzasen con la infantería sin apresurarla mucho, que nunca es acierto gastar en la diligencia el aliento del soldado y entrar en la ocasión con gente fatigada.

Esperaron los indios en el mismo puesto a que se acercasen los caballos de los batidores, y sin atender a las voces y ademanes con que procuraban persuadirlos a la paz, volvieron las espaldas corriendo hasta incorporarse con una tropa que se des- cubría más adelante, donde hicieron cara y se pusieron en defensa. Uniéronse al mismo tiempo los catorce caballos y cerraron con aquella tropa, más para descubrir la campaña que porque se hiciese caso de su corto número; pero los indios resistieron el choque perdiendo poca tierra, y sirviéndose de sus armas tan valerosamente, que sin atender al daño que recibían hirieron dos soldados y cinco caballos. Salió entonces al socorro de los suyos la emboscada que tenían prevenida, y se dejó ver en lo descubierto un grueso de hasta cinco mil hombres, a tiempo que llegó la infantería y se puso en batalla el ejército para recibir el ímpetu con que venían cerrando los enemigos. Pero a la primera carga de las bocas de fuego conocieron el estrago de los suyos, y dieron principio a la fuga con retirarse apresuradamente, de cuya primera turbación se valieron los españoles para embestir con ellos; y lo ejecutaron con tan buena orden y tanta resolución, que a breve rato cedieron la campaña, dejando en ella muertos más de sesenta hombres y algunos prisioneros. No quiso Hernán Cortés seguir el alcance porque iba declinando el día, y porque deseaba más escarmentarlos que destruirlos. Ocupáronse luego unas caserías que estaban a la vista, donde se hallaron algunos bastimentos, y se pasó la noche con alegría, pero sin descuido, reposando los unos en la vigilancia de los otros.

El día siguiente se volvió a la marcha con el mismo acierto, y se descubrió segunda vez el enemigo, que con un grueso poco mayor que el pasado venía caminando más presuroso que ordenado. Acercáronse a nuestro ejército sus tropas con grande orgullo y algazara, y sin proporcionarse con el alcance de sus flechas, dieron la carga inútilmente, y al mismo tiempo empezaron [125] a retirarse, sin dejar de pelear a lo largo, particularmente los pedreros, que a mayor distancia se mostraban más animosos. Conoció luego Hernán Cortés que aquella retirada tenía más de estratagema que temor, y receloso interiormente de mayor combate, fue siguiendo con su fuerza unida la huella del enemigo, hasta que vencida una eminencia que se interponía en el camino, se descubrió en lo llano de la otra parte un ejército que dicen pasaría de cuarenta mil hombres. Componíase de varias naciones, que se distinguían por los colores de las divisas y plumajes. Venían en él los nobles de Tlascala y toda su confederación. Gobernábale Xicotencal, que como dijimos, tenía por su cuenta las armas de la república, y dependientes de su orden mandaban las tropas auxiliares sus mismos caciques o sus mayores soldados.

Pudieran desanimarse los españoles de ver a su oposición tan desiguales fuerzas; pero sirvió en esta ocasión la experiencia de Tabasco, y Hernán Cortés se detuvo poco en persuadirlos a la batalla, porque se conocía en los semblantes y en las demostraciones el deseo de pelear. Empezaron luego a bajar la cuesta con alegre superioridad; y por ser la tierra quebrada y desigual, donde no se podían manejar los caballos, ni hacían efecto disparadas de alto a bajo las bocas de fuego, se trabajó mucho en apartar al enemigo, que alargó algunas mangas para que disputasen el paso; pero luego que mejoraron de terreno los caballos y salió a lo llano parte de nuestra infantería, se despejó la campaña, y se hizo lugar para que bajase la artillería y acabase de afirmar el pie la retaguardia. Estaba el grueso del enemigo a poco más que tiro de arcabuz, peleando solamente con los gritos y las amenazas; y apenas se movió nuestro ejército, hecha la señal de embestir, cuando se empezaron a retirar los indios con apariencias de fuga, siendo en la verdad segunda estratagema de que usó Xicotencal para lograr con el avance de los españoles la intención que traía de cogerlos en medio y combatirlos por todas partes, como se experimentó brevemente; porque apenas los reconoció distantes de la eminencia en que pudieran asegurar las espaldas, cuando la mayor parte de su ejército se abrió en dos alas, que corriendo impetuosamente ocuparon por ambos lados la campaña, y cerrando el círculo consiguieron el intento de sitiarlos a lo largo: fuéronse luego doblando con increíble diligencia, y trataron de estrechar el sitio, tan cerrados y resueltos, que fue necesario dar cuatro frentes al escuadrón y cuidar antes de resistir que de ofender, supliendo con la unión y la buena ordenanza la desigualdad del número.

Llenóse el aire de flechas, herido también de las voces y del estruendo; llovían dardos y piedras sobre los españoles, y conociendo los indios el poco efecto que hacían sus armas arrojadizas, llegaron brevemente a los chuzos y las espadas. Era grande el estrago que recibían, y mayor su obstinación: Hernán Cortés acudía con sus caballos a la mayor necesidad, rompiendo y atropellando a los que más se acercaban. Las bocas de fuego peleaban con el daño que hacían y con el espanto que ocasionaban: la ar- [126] tillería lograba todos sus tiros, derribando el asombro a los que perdonaban las balas. Y como era uno de los primores de su milicia el esconder los heridos y retirar los muertos, se ocupaba en esto mucha gente y se iban disminuyendo sus tropas; con que se redujeron a mayor distancia y empezaron a pelear menos atrevidos; pero Hernán Cortés, antes que se reparasen o rehiciesen para volver a lo estrecho, determinó embestir con la parte más flaca de su ejército, y abrir el paso para ocupar algún puesto donde pudiese dar toda la frente al enemigo. Comunicó su intento a todos los capitanes, y puestos en ala sus caballos, seguidos a paso largo de la infantería, cerró con los indios, apellidando a voces el nombre de San Pedro. Resistieron al principio, jugando valerosamente sus armas; pero la ferocidad de los caballos, sobrenatural o monstruosa en su imaginación, los puso en tanto pavor y desorden, que huyendo a todas partes se atropellaban y herían unos a otros, haciéndose el mismo daño que recelaban.

Empeñóse demasiado en la escaramuza Pedro de Morón, que iba en una yegua muy revuelta y de grande velocidad, a tiempo que unos tlascaltecas principales, que se convocaron para esta facción, viéndole solo cerraron con él, y haciendo presa en la misma lanza y en el brazo de la rienda, dieron tantas heridas a la yegua que cayó muerta, y en un instante le cortaron la cabeza, dicen que de una cuchillada: poco añaden a la sustancia los encarecimientos. Pedro de Morón recibió algunas heridas ligeras y le hicieron prisionero; pero fue socorrido brevemente de otros caballos, que con muerte de algunos indios consiguieron su libertad, y le retiraron al ejército, siendo este accidente poco favorable al intento que se llevaba, porque se dio tiempo al enemigo para que se volviese a cerrar y componer por aquella parte; de modo que los españoles fatigados ya de la batalla, que duró por espacio de una hora, empezaron a dudar del suceso; pero esforzados nuevamente de la última necesidad en que se hallaban, se iban disponiendo para volver a embestir cuando cesaron de una vez los gritos del enemigo, y cayendo sobre aquella muchedumbre un repentino silencio, se oyeron solamente sus atabalillos y bocinas, que según su costumbre tocaban a recoger como se conoció brevemente, porque al mismo tiempo se empezaron a mover las tropas, y marchando poco a poco por el camino de Tlascala traspusieron por lo alto de una colina y dejaron a sus enemigos la campaña.

Para citar:
de Solís y Rivadeneyra, Antonio , Historia de la Conquista de Méjico: población y progresos de la América Septentrional conocida por le nombre de Nueva España, Madird, Espasa-Calpe, 1970 [1684], pp. 124-126
Lugar(es):
  • Tlaxcala
Persona(s):
  • Pedro de Morón
Actor(es):
  • indios tlaxcaltecas
  • Caballos
  • Soldados