Concepciones mesoamericanas de la riqueza

Es bien sabido que Hernán Cortés y sus compañeros emprendieron su ambiciosa aventura en busca de gloria, pero también de riquezas, en particular bajo forma de oro. Éste fue uno de los fines más visibles de la Conquista, que impulsaría los españoles a fundir exquisitas piezas del arte americano para convertirlas en lingotes, o los llevaría a partir a la búsqueda de fantásticas Ciudades de Oro hacia el norte de la Nueva España. En vez de descubrirlas, los españoles se encontraron con grupos mesoamericanos que tenían una concepción de la riqueza basada en el aprecio del brillo, de la profusión cromática y de la rareza de las materias primas exóticas cuya transformación requería del talento de los artistas.

Estos tres principales ejes de valoración convergieron en los extraordinarios trajes de dioses que conformaron los primeros grandes regalos del tlatoani de Tenochtitlan al conquistador extremeño. En efecto, elementos centrales en la manufactura de éstos y otros preciados atavíos y objetos fueron no sólo el oro, sino también las plumas de aves tropicales —en particular las rectrices del quetzal—, la turquesa y el jade, así como las conchas y los caracoles marinos cuya manufactura entre expertas manos artesanas creaba diferentes composiciones de color y efectos de brillo. Al mismo tiempo estas obras reflejaban el poder de la sociedad mexica y de su rey, quienes traían todos estos materiales desde el rico sur y el lejano norte, e incluso desde el fondo del mar.

Ya en tiempos de la Colonia, unas décadas después, estos mismos materiales y procesos artesanales fueron evocados por los nahuas del Valle de México cuando describieron al fraile franciscano Bernardino de Sahagún dos espacios imaginarios donde se concentraba y originaba la riqueza según sus antiguas creencias. El primero era el Tlalocan, “país rico y próspero” situado en la costa del Golfo de México, donde se encontraban la turquesa, el jade, el oro y la plata, donde abundaban las aves de ricos plumajes y se desarrollaba una vegetación exuberante característica de la tierra caliente; de ahí que este espacio oriental haya heredado su nombre del dios de la fertilidad, Tláloc. El otro era Tollan, una urbe legendaria gobernada por el rey Quetzalcoatl, quien vivía en un palacio cuyos cuartos estaban tapizados con plumas de quetzal, de cotinga celeste, de espátula rosada, de cola de guacamaya, de garza, de amazona cabeza amarilla, así como de jade, turquesa, oro, plata, caracoles blancos y coral rojo. Estos materiales volvían el palacio multicolor y resplandeciente, por el tornasol de las plumas y el brillo de los metales y de las piedras pulidas.

Ante tal esplendor, no sorprende que Tollan se haya convertido en el modelo  la ciudad para las sociedades mesoamericanas y que los altépetl, las ciudades-estado, de la Cuenca de México hayan rivalizado en el uso de estos mismos materiales tanto en sus ceremonias religiosas, como en sus palacios y también en el campo de batalla, con el fin asumido de exhibir su riqueza y su poder. Por ello, el fraile dominico Diego Durán explicaba a sus lectores en el siglo XVI:

“era tanta la riqueza [de los xochimilcas], que en las armas y devisas y en las rodelas tenían el oro, joyas, piedras y plumas, que relumbrando con el sol, hacían gran resplandor con los rayos que de ellas salía, con tantas diferencias de armas verdes, azules, coloradas, amarillas, negras, finalmente, de todas colores”.

Por su parte, los mexicas contaban que la aparición divina de Huitzilopochtli que marcó el final de su migración y la fundación de México Tenochtitlan, tomó la forma de un águila posada sobre un nopal y devorando pájaros, cuyas plumas multicolores le servían para fabricar su nido. Claramente, estas aves eran símbolos del futuro de conquistas que esperaba a los mexicas, mediante las cuales conseguirían los bienes suntuosos típicos de Tollan —las plumas preciosas— para hacer más espléndida su ciudad —el nido del águila— y así convertirla en una réplica de la urbe mítica.

Al mismo tiempo, Tollan era un modelo de abundancia agrícola. Allí, “el algodón coloreado prosperaba […]: rojo, amarillo, rosa, rojo oscuro, azul-verde, azul, azul-verde oscuro, rojo-castaño oscuro, castaño, violeta, anaranjado y leonado. Los algodones de diferentes colores se encontraban así, crecían así, no los teñían”. Además, las mazorcas de maíz eran tan grandes que debían ser cargadas entre varias personas y tan abundantes que se quemaban para calentar los temazcales. Esta faceta de Tollan nos revela otro aspecto de la concepción de la riqueza entre los antiguos mesoamericanos: la considerable valoración de los frutos de la tierra. El maíz, en particular, era un bien cuyo precio superaba al de las piedras, conchas y plumas anteriormente mencionadas. Así lo ilustra el relato de la partida de juego de pelota entre Huémac, otro soberano de Tollan, y los Tlaloque, asistentes del dios de la lluvia. En esta ocasión, el hombre venció a los dioses y exigió la entrega de su apuesta: sus jades y sus plumas de quetzal. Pero los Tlaloque hicieron una entrega metafórica, obsequiándole a Huémac “elotes y las preciosas hojas de maíz verde en que el elote crece”. Huémac no supo apreciar que el maíz entregado por los dioses pluviales valía más que todas los jades y plumas de quetzal y desdeñó el don. Esto desencadenó la ira de los Tlaloque que castigaron a Tollan con varios años de sequía y, de esta manera, acabaron con la ciudad.

Cerremos esta revisión en torno a las concepciones mesoamericanas de la riqueza con otro mito igual de conocido, si no es que más, que el de las Ciudades de Oro ansiosamente buscadas por los españoles del siglo XVI. Se trata de la famosísima narración de la creación del Quinto Sol en Teotihuacan protagonizada por Tecciztecatl (El del Lugar del Caracol) y Nanahuatl (El Buboso), personajes elegidos por los dioses para metamorfosearse en Sol y Luna. Ambos ayunaron y realizaron ofrendas. En un principio parecía que Tecciztecatl tenía mayores posibilidades de convertirse en el astro del día, pues sus regalos coincidían con los ideales de riqueza mesoamericanos al componerse de jades y plumas de quetzal. Nanahuatzin resultó ser el elegido, sin embargo, porque realizó ofrendas sangrientas, mortificando su cuerpo para extraer de él sangre fresca y seca (las costras de sus bubas). Esto le dio el valor suficiente para arrojarse a una hoguera antes que su rival y ascender en el cielo para convertirse en Sol. La enseñanza no puede ser más clara: la sangre era, para los antiguos mesoamericanos, el más preciado entre todos los bienes materiales y su ofrenda, en particular la de la sangre propia, podía engrandecer al ser humano o divino de tal manera que alcanzaba el sol.

Para citar: Élodie Dupey García, Concepciones mesoamericanas de la riqueza, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1347/1326. Visto el 26/04/2024