Diego de Ordás y un par que lo acompañaron subieron y exploraron el Popocatépetl

Texto original con ortografía de la época:

Sucedió por este tiempo un accidente que hizo novedad a los españoles y puso en confusión a los indios. Descúbrese desde lo alto del sitio donde estaba entonces la ciudad de Tlascala el volcán de Popocatepec, en la cumbre de una sierra, que a distancia de ocho leguas se descuella considerablemente sobre los otros montes. Empezó en aquella sazón a turbar el día con grandes y espantosas avenidas de humo, tan rápido y violento, que subía derecho largo espacio del aire sin ceder a los ímpetus del viento, hasta que perdiendo la fuerza en lo alto se dejaba espaciar y dilatar a todas partes, y formaba una nube más o menos oscura, según la porción de ceniza que llevaba consigo. Salían de cuando en cuando mezcladas con el humo, algunas llamaradas o globos de fuego que al parecer se dividían en centellas, y serían las piedras encendidas que arrojaba el volcán, o algunos pedazos de materia combustible que duraban según su alimento. […][ [156] 

En este delirio de su imaginación estaban discurriendo con Hernán Cortés, Magiscatzin y algunos de aquellos magnates que ordinariamente le asistían; y él reparando en aquel rudo conocimiento que mostraban de la inmortalidad, premio y castigo de las almas, procuraba darles a entender los errores con que tenían desfigurada esta verdad, cuando entró Diego de Ordaz a pedirle licencia para reconocer desde más cerca el volcán, ofreciendo subir a lo alto de la sierra y observar todo el secreto de aquella novedad. Espantáronse los indios de oír semejante proposición, y procurando informarle del peligro y desviarle del intento, decían : «que los más valientes de su tierra sólo se atrevían a visitar alguna vez unas ermitas de sus dioses que estaban a la mitad de la eminencia, pero que de allí adelante no se hallaría huella de humano pie, ni eran sufribles los temblores y bramidos con que se defendía la montaña». Diego de Ordaz se encendió más en su deseo con la misma dificultad que le ponderaban; y Hernán Cortés, aunque lo tuvo por temeridad, le dio licencia para intentarlo, porque viesen aquellos indios que no estaban negados sus imposibles al valor de los españoles, celoso a todas horas de su reputación y la de su gente.

Acompañaron a Diego de Ordaz en esta facción dos soldados de su compañía, y algunos indios principales que ofrecieron lle- gar con él hasta las ermitas, lastimándose mucho de que iban a ser testigos de su muerte. Es el monte muy delicioso en su principio, hermoseándole por todas partes frondosas arboledas, que subiendo largo trecho con la cuesta, suavizan el camino con su amenidad, y al parecer con engañoso divertimiento llevan al peligro por el deleite. Vase después esterilizando la tierra, parte con la nieve, que dura todo el año en los parajes que desampara el sol o perdona el fuego, y parte con la ceniza, que blanquea también desde lejos con la oposición del humo. Quedáronse los indios en la estancia de las ermitas, y partió Diego de Ordaz con sus dos soldados, trepando animosamente por los riscos y poniendo muchas veces los pies donde estuvieron las manos, pero cuando llegaron a poca distancia de la cumbre, sintieron que se movía la tierra con violentos y repetidos vaivenes, y percibieron los bramidos horribles del volcán, que a breve rato disparó con mayor estruendo gran cantidad de fuego envuelto en humo y ceniza, y aunque subió derecho sin calentar lo transversal del aire, se dilató después en lo alto, y volvió sobre los tres una lluvia de ceniza tan espesa y tan encendida, que necesitaron de buscar su defensa en el cóncavo de una peña, donde faltó el aliento a los españoles, y quisieron volverse, pero Diego de Ordaz viendo que cesaba el terremoto, que se mitigaba el estruendo y salía menos [157] denso el humo, los animó a adelantarse, y llegó intrépidamente a la boca del volcán, en cuyo fondo observó una gran masa de fuego, que al parecer hervía como materia líquida y resplandeciente, y reparó en el tamaño de la boca, que ocupaba casi toda la cumbre y tendría como un cuarto de legua su circunferencia. Volvieron con esta noticia, y recibieron norabuena de su hazaña, con grande asombro de los indios que redundó en mayor estimación de los españoles.

Para citar:
de Solís y Rivadeneyra, Antonio , Historia de la Conquista de Méjico: población y progresos de la América Septentrional conocida por le nombre de Nueva España, Madird, Espasa-Calpe, 1970 [1684], pp. 155-157
Lugar(es):
  • Popocatepetl
Persona(s):
  • Diego de Ordás