El alarde de Hernán Cortés en la crónica de Bernal Díaz del Castillo
Ya he dicho como veníamos tan destrozados y heridos, de la entrada por mí nombrada, pareció ser que un gran amigo del gobernador de Cuba, que se decía Antonio de Villafaña, natural de Zamora o de Toro, se concertó con otros soldados de los de Narváez, los cuales no nombro sus nombres por su honor, que así como viniese Cortés de aquella entrada, que le matasen, y había de ser desta manera: que, como en aquella sazón había venido un navio de Castilla, que cuando Cortés estuviese sentado a la mesa comiendo con sus capitanes e soldados, que entre aquellas personas que tenían hecho el concierto, que trajesen una carta muy cerrada y sellada, como que venía de Castilla, y que dijesen que era de su padre Mar- tín Cortés, y que cuando la estuviese leyendo le diesen de puñaladas, así al Cortés como a todos los capitanes y soldados que cerca de Cortés nos hallásemos en su de- fensa. Pues ya hecho y consultado todo lo por mí dicho, los que lo tenían concertado, quiso nuestro señor que dieron parte del negocio a dos personas principales, que aquí tampoco quiero nombrar, que habían ido en la en- trada con noostros, y aun a uno dellos, en el concierto que tenían, le habían nombrado por uno de los capitanes generales después que hubiesen muerto a Cortés; y asi- mismo a otros soldados de los de Narváez hacían algua- cil mayor e alférez, y alcaldes y regidores, y contador y tesorero y veedor, y otras cosas deste arte, y aun re- partido entre ellos nuestros bienes y caballos; y este con- coerto estuvo encubierto dos días después que llegamos a Tezcuco; y nuestro señor Dios fue servido que tal cosa no pasase, porque era perderse la Nueva-España y todos nosotros muriéramos, porque luego se levantaran ban- dos y chirinolas. Pareció ser que un soldado lo descubrió a Cortés, que luego pusiese remedio en ello antes que más fuego sobre aquel caso se encendiese; porque le cer- tificó aquel buen soldado que eran muchas personas de calidad en ello; y como Cortés lo supo, después de hacer grandes ofrecimientos y dádivas que le dio a quien se lo descubrió, muy presto, secretamente lo hace saber a todos nuestros capitanes, que fueron Pedro de Alvarado e Francisco de Lugo, y a Cristóbal de Olí y a Gonzalo de Sandoval, e Andrés de Tapia e a mí, y a dos alcaldes ordinarios que eran de aquel año, que se decían Luis Marín y Pedro de Ircio, y a todos nosotros los que éra- mos de la parte de Cortés; y así como lo supimos, nos apercibimos, y sin más tardar fuimos con Cortés a la posada de Antonio de Villafaña, y estaban con él mu- chos de los que eran en la conjuración, y de presto le echamos mano al Villafaña con cuatro alguaciles que Cor- tés llevaba, y los capitanes y soldados que con el Villa- faña estaban comenzaron a huir, y Cortés les mandó de- tener y prender algunos dellos; y cuando tuvimos preso al Villafaña, Cortés le sacó del seno el memorial que te- nía con las firmas de los que fueron en el concierto que dicho tengo; y como lo hubo leído, y vio que eran mu- chas personas en ello de calidad, e por no infamarlos, echó fama que comió el memorial el Villafaña, y que no le había visto ni leído. E luego hizo proceso contra él, y tomada la confesión, dijo la verdad, e con muchos tes- tigos que había de fe y de creer, que tomaron sobre el caso, por sentencia que dieron los alcaldes ordinarios, jun- tamente con Cortés y el maestre de campo Cristóbal de Olí, y después que se confesó con el padre Juan Díaz, le ahorcaron de una ventana del aposento donde posaba el Villafaña; y no quiso Cortés que otro ninguno fuese infamado en aquel mal caso, puesto que en aquella sa- zón echaron presos a muchos por poner temores y hacer señal que quería hacer justicia de otros: y como el tiempo no daba lugar a ello, se disimuló; y luego acordó Cortés de tener guarda para su persona, y fue su capitán un hidalgo que se decía Antonio de Quiñones, natural de Za- mora, con doce soldados, buenos nombres y esforzados, y le velaban de día y de noche, y a nosotros de los que sentía que éramos de su banda, nos rogaba que mirásemos por su persona. Y desde allí adelante, aunque mos- traba gran voluntad a las personas que eran en la con- juración, siempre se recelaba dellos. Dejemos esta mate- ria, y digamos cómo luego se mandó pregonar que todos los indios e indias que habíamos habido en aquellas en- tradas los llevasen a herrar dentro de dos días a una casa que estaba señalada para ello; y por no gastar más pa- labras en esta relación sobre la manera que se vendían en la almoneda, más de las que otras veces tengo dichas en las dos veces que se herraron, si mal lo habían hecho de antes, muy peor se hizo esta vez, que, después de sa- cado el real quinto, sacaba Cortés el suyo, y otras treinta sacaliñas para capitanes; y si eran hermosas y buenas indias las que metíamos a herrar, las hurtaban de noche del montón, que no parecían hasta de ahí a buenos días; y por esta causa se dejaban de herrar muchas piezas, que después teníamos por naborías. Dejemos de hablar en esto, y digamos lo que después en nuestro real se ordenó.
- Texcoco
- Hernando Cortés