Dibujar con los pies (la isla de Tenochtitlan)

Este texto fue escrito en 2018 a propósito que su autor acompañó al artista Feike De Jong en sus caminatas po las orillas de Tenochtitlan y Tlatelolco. Dichas caminatas inspiraron el proyecto “La orilla de las islas”.

Este texto fue publicado originalmente en la revista La Tempestad.

 

La isla enterrada

Íbamos en bola, con la idea de trazar un mapa con los pies. O más bien confiados en discernir un dibujo enterrado pero acaso vivo, del que quizá quedaba alguna huella, algún promontorio o ruina o siquiera baliza que hubiera sobrevivido casi 500 años. No sé si a alguien le importaban en realidad las fechas, pero allí estaba ese aniversario en números redondos, demasiado rotundo y próximo como para no tenerlo a la vista... Salimos con la idea de recorrer la orilla de la isla de la vieja Tenochtitlan (en realidad, de las islas adyacentes de Tlatelolco y Tenochtitlan), su silueta sumergida bajo capas y capas de destrucción y cemento, de dominación colonial y especulación inmobiliaria. La orilla de lo que fue y cada tanto regresa en forma de ruina; de lo que casi flotaba sobre el agua, extendiéndose a punta de chinampas y otras argucias arquitectónicas para ganarle terreno al lago; la silueta ni más ni menos que del corazón de un imperio, del que ahora, sepultado por el asfalto y el desorden urbano, no parecía quedar ningún indicio, nada a la vista al menos en lo que respecta a su contorno.

Pero nosotros salimos con la idea de encontrarlo.

Guiados por Feike de Jong, caminante inveterado de otras tantas orillas (alguna vez bordeó la mancha urbana de la megalópolis del Valle de México, en una aventura extrema de casi dos meses), “el holandés errante”, como algunos le apodamos, viejo lobo de tierra y esta vez capitán de una simple bola andariega y entusiasta, comenzamos el recorrido a las afueras del metro Cuauhtémoc, sobre Avenida Chapultepec, del lado del mercado, uno de los límites de la ciudad de antaño. Él llevaba no sé cuánto tiempo superponiendo mapas y abreviando épocas, calcando la silueta perdida en la maqueta viviente, oteando lo que alguna vez estuvo y ya muy pocos recuerdan, fijando los ejes de las calzadas antiguas para que encajaran con las avenidas modernas.

Desde antes de dar siquiera un paso convenimos en que el itinerario incluiría también la zona de la vieja Tlatelolco, que si bien estuvo dividida políticamente de la Gran Tenochtitlan a la altura del barrio de Tepito, conformaba en tiempos de la llegada de los españoles una misma masa de tierra. También acordamos que excluiríamos el islote de Mixiuhca, el cual, si bien en aquella época estuvo conectado con la isla principal gracias a un camino que hacía las veces de puente, para todos los efectos conformaba una extensión separada por el agua: más un satélite que propiamente una excresencia de ese cuerpo que muchos coinciden que significaba “En el centro del lago de la luna”.

Nuestro recorrido se iniciaba, entonces, en el calpulli más pequeño y de forma más característica: el de Aztacalco en el extremo noreste (que hoy corresponde a la colonia Juárez), para abarcar después, en sentido inverso a las manecillas del reloj, los de Moyotlan, Zoquiapan, Tlatelolco, Nonoalco, Cuepopan y, de nuevo, el chipote excéntrico de Aztacalco. Fuera del conocimiento básico de esas coordenadas y de las tres principales avenidas que cruzaban la isla y la conectaban con tierra firme (al norte, la que iba a Tepeyac; al poniente, la que iba a Tlacopan; al sur, la que iba Ixtapalapa) no precisábamos saber mucho más para ese recorrido que nadie imaginaba como una clase ambulante de historia, sino en todo caso como un viaje en el tiempo que se desarrollaba en el aquí y ahora; una cartografía del pasado realizada con los pies, sin otra intención que volver a dibujar ritualmente lo que se había difuminado, aquello sobre lo que habían echado toneladas de tierra para sepultarlo y tal vez olvidarlo.

Sabíamos también que al oriente no existía calzada, ya que el límite lo marcaba el embarcadero de Texcoco; así que nos preguntábamos si especialmente allí se sentiría un ambiente ribereño, esa atmósfera lacustre con reminiscencia de patos y de brisa refrescante, que en medio del tráfico y la saturación de concreto se antojaba una superstición, una ocurrencia desorbitada de las autoridades para adjudicarse —o quizás inventarseun pasado esplendoroso y admirable. Pero por más que nos esforzábamos, era difícil entrever, por ejemplo, el flujo de miles de canoas allí donde ahora apenas si avanzaban las hileras ruidosas de automóviles.

 

 

Caminar a contrapelo

Más allá de la experiencia ritual de invocar con los pies el contorno de la isla, también se trataba de caminar, de caminar de otra manera a la que nos tienen acostumbrados los circuitos del deber, el espectáculo y la prisa. Reunir a una bola de deambuladores —entre amigos y perfectos desconocidos—, y salir, siguiendo un itinerario previsto y si se quiere obligado, pero que daba margen a la incertidumbre y de entrada se aceptaba como tentativo; un itinerario que nadie, más allá de Feike, había realizado antes, y mucho menos con ese propósito, y que nos llevaría hacia lugares de la metrópoli que uno ni siquiera se habría imaginado. Redescubrir la propia urbe, la ahora llamada Ciudad de México, con el pretexto de mapear la vieja Tenochtitlan; tal vez eso era lo que nos convocaba.

            En la estela de los grandes caminantes urbanos que recorrían a contrapelo su ciudad como una forma de apropiársela y redescubrirla —e incluso como una vía lateral para redescubrirse a sí mismos en movimiento, para esa intoxicación de los sentidos a la que puede transportarnos la vagancia—, el paseo, el flaneurismo o la deriva situacionista comparten la premisa de desmarcarse de los flujos habituales dictados por el trabajo o la rutina (así como de los tours que ha consagrado el turismo o la gastronomía de moda…). Más que incorporar el azar y cierto espíritu de perdición en la manera en que se encaran las calles de la propia ciudad convertida en una extraña, las distintas tradiciones que orbitan alrededor de la caminata como práctica estética coinciden en darle la espalda a las rutas acostumbradas, a los trayectos ya mil veces subrayados por el capital —por el trabajo y el consumo principalmente—, para favorecer otras, para obligarse a desandarlas y probar nuevas, no necesariamente inéditas; circuitos que no sólo llevan hacia zonas impensables o nunca exploradas, sino que inducen una experiencia urbana radicalmente distinta, incluso si se trata de los barrios que atravesamos a diario. (La desubicación voluntaria, la puesta en duda de nuestra zona de confort —urbanísticamente hablando—, cabe realizarla en la colonia en que vivimos y a la vuelta de la esquina de nuestras zona de confort; aunque nos las sepamos de memoria, se trata de zonas por las que solemos transitar en calidad de sonámbulos, como si no fueran más que una mera pista de circulación).

Así, por ejemplo, en vez de confiar sin más en la tiranía del azar —en el arte del de-tin-marín-de-do-pingüé en cada encrucijada, o en el juego de ponerle la cola al burro sobre un vasto mapa como coartada para una tarde de solaz y esparcimiento—, el desafío ha sido encontrar vías novedosas para desvincularse de las inercias del cuerpo mientras se desenvuelve por la ciudad, estrategias conscientes, incluso mecanismos algorítmicos o permutantes, para desarraigarse de los patrones fijos de nuestros desplazamientos, para salir de los barrios mil veces recorridos y nuestros recovecos entrañables, pero, sobre todo, para alterar nuestras interacciones consabidas con ellos. Dejarse guiar, tal vez, por el hambre de un perro callejero; o visitar una clínica del Seguro Social sólo para escuchar el concierto de máquinas de escribir de las secretarias, que por alguna razón sobrevive allí intacto; o volver a un McDonlad’s como si se tratara de un viejo café en el que ahora se reúnen los fantasmas de la vanguardia.

            En esa búsqueda de la desorientación autoinducida (variante de aquel “aprendizaje del perderse” sobre el que tanto insistió Walter Benjamin), el principio elemental de superponer mapas ha sido muy practicado y fructífero. Hacer que coincida, digamos, el mapa de París con el de Buenos Aires, para entonces allí, con las ínfulas de estar efectivamente en Europa y no sólo pretenderlo, de haber cruzado el Atlántico gracias a un simple ardid propiciatorio, recorrer ahora sí los Campos Elíseos sin salir del barrio del Once o bien darse cita en la Torre Eiffel quizá por los andurriales de Lanús... Todo con tal de no caer en las viejas redes de nuestros desplazamientos, en el triángulo enfático, cuando no asfixiante —pero a su vez cartografiable— de nuestra rutina.

            En lo personal, más allá de las connotaciones rituales y de la carga simbólica de perseguir la pista de una ciudad enterrada y tal vez ya inasimilable, el recorrido por la orilla de la isla de Tenochtitlan significaba también una oportunidad para esa clase de caminatas a contracorriente, una maniobra para ese desfase de mí mismo que suelen comportar esas salidas desorbitadas, en pos de lo que venga.

Y aun antes de dar el primer paso, ya la relacionaba con una acción del artista y neólogo Felipe Ehrenberg, desarrollada en los años setenta, en la que a partir de una definición muy general de escultura —que al mismo tiempo es muy personal—, consigue transformar una larga caminata por las calles de Londres en una pieza escultórica:

 

Si la definición aceptada de escultura propone que ésta consiste en concentrarse en una acción/movimiento físico a través de un esfuerzo mental/creativo, del cual resulta una forma, entonces una caminata es una escultura.

 

Quizá por el atrevimiento de concebir la escultura, en apariencia estática y tradicionalmente pétrea, de ese modo dinámico y abierto (una escultura en donde su materialidad efímera dejaría más bien una huella subjetiva en la memoria, en vez de ocupar un lugar en el espacio), me gustaba la idea de concebir el recorrido por la orilla de la isla de Tenochtitlan también en clave escultórica. No sólo estábamos caminando por encima de lo que alguna vez fue, sino dándole forma a una escultura evanescente con los pies; exhumando en camaradería, y sólo por el efecto de avanzar, una escultura perdida bajo capas y capas de tiempo y asfalto; un poco como quien saca finalmente a la luz la estatua escondida en el bloque de mármol, sólo que esta vez rozando simplemente su superficie con los dedos.

 

 

Estratos de ciudades

A pesar de que la isla original de Tenochtitlan quedó subsumida en una zona céntrica de la actual megaurbe, el trayecto por su orilla hacía pensar, en general, en bordes y fronteras, desde luego por el sesgo propio de nuestra travesía, pero también porque quizá aquellos antiguos límites prevalecieron en la expansión de la ciudad colonial y se impusieron después como una herencia en el trazo de la ciudad moderna. Siguiendo el mapa superpuesto que Feike se sabía de memoria (un mapa que abunda en líneas rectas y ángulos de noventa grados, con cierto aire artificial y simétrico, pues no en balde la isla fue construida por los aztecas en parte para extender los campos de cultivo, en una compleja red de chinampas, diques y canales), caminamos principalmente sobre grandes avenidas, ejes viales y anillos viales, que de algún modo separan las colonias y dividen los temperamentos de los barrios, y que tiene el efecto de preservar algo de aquella condición fronteriza.

Aunque porosas y si se quiere del todo inadvertidas, con esa aplastante grisura del concreto que las hace parecer el extremo contrario de una orilla lacustre (qué ironía que fueran levantadas justo donde alguna vez el agua se dividía de la tierra y bullía la vida silvestre y atracaban las pequeñas embarcaciones), las avenidas actuales prolongan es cualidad limítrofe también por el halo de impersonalidad que suele crearse en los circuitos de alta velocidad, en esas auténticas tierras de nadie reservadas al tránsito vehicular, en esos enclaves residuales de la urbanística que tanto le interesaron, desde el punto de vista literario, a J.G. Ballard.

Y allí, bajo las moles opresivas de los segundos pisos, en banquetas por las que no circula casi nadie, de espaldas a la vida propiamente barrial, íbamos encontrando otra ciudad sumergida que no era ni la de la marca CDMX ni la de la Gran Tenochtitlan: una suerte de tercera capa intermedia, inhóspita y desértica, fantasmagórica y marginal, en la que apenas si había rastro de los servicios de vigilancia o de limpieza, y que no por nada se habían apropiados los vagabundos, los desheredados y los sin techo, los campesinos recién llegados a probar suerte en la urbe.

Sólo en algunos tramos esa sensación fronteriza daba lugar a la efervescencia y vitalidad de las colonias tradicionales (por ejemplo, en las afueras del Centro, en Tepito, en la Guerrero y otras más), donde la línea subterránea de la isla, por momentos más sinuosa, nos permitía el callejoneo, el zigzag, e incluso alguna parada estratégica en los tacos de birria... Allí, como si todo pudiera tener su espejo sumergido, uno no dejaba de preguntarse si el terreno de un parque correspondería a alguna vieja chinampa; si el tianguis no se pondría en el mismo sitio donde lo hacía 500 años atrás; si los oficios característicos de alguna calle no serían la continuación de los de aquel calpulli.

Pero la superposición de ciudades, ese juego de tiempos entreverados, no podía continuarse tampoco demasiado, porque a diferencia de la zona de ruinas que se conserva en el centro Histórico, o del recuerdo casi fantástico de la actividad náutica en zonas como Nativitas, no hay ningún asidero en el presente de aquella orilla perdida, y resulta difícil contemplar el paisaje, de digamos la calzada de Tlalpan, y conectarla con la misma vía por la que Cortés llegó a Tenochtitlan el 4 de noviembre de 1519…

Queda, si acaso, la vulnerabilidad de las construcciones erigidas sobre aquel límite remoto: las colonias por las que transitamos son de las más afectadas por los sismos, quizá porque en efecto se asentaron sobre un fondo movedizo y cenagoso, y porque el fantasma del lago lame todavía sus estructuras y cimientos…

Al final, después de cerca de siete horas de marcha y poco menos de 28 kilómetros recorridos, llegamos de vuelta a la vieja Aztacalco para cerrar el círculo y terminar de dibujar aquel contorno tantas veces visto en los mapas y libros de historia, pero nunca explorado a ras de suelo. Y aunque las plantas de los pies nos punzaban y necesitábamos un remanso de silencio para asimilar la caminata ritual, no nos faltaban ganas de seguir, de abarcar algún islote en las inmediaciones o, ya encarrerados, culminarla en los manantiales del cerro de Chapultepec, en los baños de Moctezuma, allí donde comenzaba el sofisticado sistema hídrico de la ciudad.

Otro día será. Como el recorrido forma parte del proyecto en curso de Feike de Jong, “Pequeña vigilia”, y se ha repetido durante varios domingos consecutivos como preparación para una actividad artística de mayores dimensiones, planeada para el 2019, ya habrá nuevas ocasiones para desenterrar con los pies los estratos perdidos de la ciudad.

Para citar: Luigi Amara, Dibujar con los pies (la isla de Tenochtitlan), México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2903/2895. Visto el 26/04/2024