La sangre, verdadera traductora del evangelio en el siglo XVI (y hasta la fecha)

Este trabajo pretende hacer dialogar múltiples versiones sobre la sangre que confluyeron en el encuentro entre los mundos europeos y mesoamericanos desde el siglo XVI y hasta la fecha, y la forma en la cual se convirtió en una interesante vía de diálogo que no evitó (antes bien, promovió) las mezclas y sincretismos estéticos y religiosos. Evocaré para el lector aquellos “Cantares Tristes” o icnocuícatl, compuestos por aquellos poetas, indispensables testigos de la destrucción/construcción de nuevos mundos. El autor del llamado Manuscrito Anónimo de Tlatelolco (un tipo especial de escritor denominado cuicapicque) plasma así su tristeza ante el desolador panorama que deja el campo de batalla, sin olvidar que este campo no sólo fueron los grandes templos y estancias señoriales mexicas, sino también las moradas y milpas de los hombres y mujeres del pueblo:

 

En los caminos yacen dardos rotos

Los cabellos están esparcidos

Destechadas están las casas

Enrojecidos tienen los muros

 

Gusanos pululan por las calles

Y en las paredes están salpicados los sesos

Rojas están las aguas, como teñidas

Y cuando las bebimos

Es como si bebiéramos agua de salitre

 

La ruina dispone de palabras que la abarcan, la enmarcan. La mención a la sangre es por analogía: evocada por medio de un recurso cromático no desprovisto de (nunca mejor dicho) un intenso tinte dramático. La sangre no sólo se halla inmóvil en los muros salpicados de sesos devorados por legiones de gusanos. La sangre también se desplaza por las acequias de los campos, y es bebida por los sobrevivientes, que llena los paladares de un gusto amargo y salobre, que se combina con el salitre de sus lágrimas. Cuando Jorge Luis Borges revisa con cuidado las figuras de la poesía vikinga, se encuentra con una sola línea que describe una mortal batalla: “Hubo tempestad de espadas y alimento de cadáveres”. El cuicapicque nos trasmite ese mismo sentimiento de sordidez y el aturdimiento ante la destrucción del mundo que conoció, y le asigna el rojo como ornamento.

La sangre pues, gritó.

Fluido vital, manantial de la vida, precioso regalo, signo inefable de fuerza, arrojo y valentía, la sangre es una inquietante figura, poseedora de una intensa presencia. Los trabajos que dan cuenta de la importancia de la sangre en el sistema religioso precolombino son tantos que es imposible seleccionar unos pocos. Sabemos que en el Popol Vuh, los términos para “sangre” son dos: kik’ y koma’j,  y son también dos los tipos de actos sacrificiales más notables el autosacrificio, derivado de la raíz t’is, y el sacrificio humano, llamado pus, dotados del poder de dar vida a los dioses de piedra. Este rasgo no difiere mucho del trabajo que los especialistas rituales nahuas (huehuetlacatl, ó tlamatiketl) realizan hasta la fecha en los pueblos de la Huasteca, cuando asperjan las figuras de papel recortado que son los aires, los cerros, las semillas, los dueños, con la sangre de las aves sacrificadas. Se cree que esta sangre transmite el chikahualistli, la “fuerza vital”, indispensable para echar a andar la maquinaria de las nubes, la lluvia, el aire.

Por otra parte, Alfredo López Austin nos habla en su libro Cuerpo humano e ideología sobre la importancia que en las fuentes tiene la sangre entre los antiguos nahuas, quienes dedican especial atención en los cuidados necesarios para mantener su adecuada densidad, facilitar su tránsito y lograr que su flujo fuese el correcto para mantener al cuerpo en equilibrio. Aún hoy, en muchos pueblos indígenas las enfermedades se diagnostican o identifican “escuchando” o “leyendo” a la sangre”, mediante el examen del pulso en los lugares “débiles” del cuerpo. Si en los incocuícatl la sangre grita, aún al sol de hoy la sangre habla, llora, camina, se enferma y contamina, se adelgaza y con ello se vuelve signo de muerte y decadencia. Y la sangre es también alimento. “El maíz es nuestra sangre”, dijeron los nahuas de Ixhuatlán de Madero, Veracruz, al antropólogo Alan Sandstrom, para dejar claro el origen vegetal de donde proviene la fuerza que mantiene a la gente de pie, con calor y animada.

Así, vemos que la sangre forma parte de otro conjunto semántico que se confrontó inevitablemente con las ideas que sobre aquella traían consigo los europeos que llegaron a América. “Ese jugo tan particular” (como se refiere Goethe a la sangre) tenía ya una larga vida textual en las tradiciones literarias indoeuropeas y judeocristianas. Si los judíos y musulmanes no pueden beberla ni los budistas derramarla, los cristianos acuden a ella en búsqueda de vida eterna: comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo es la única vía para gozar de la inmortalidad en el paraíso: visto así, el cristianismo es una religión de índole innegablemente nutricia.

El cristianismo no rehúye a la sangre: no es tabú el mencionarla ni mucho menos representarla o inclusive exhibirla, sin intermediarios ni sustitutos, como en los casos de la exposición a la veneración de la sangre (y restos corporales) de mártires y santos. En materia de arte cristiano, la sangre se despliega discreta en los íconos de las iglesias de Oriente, en contraparte con la prodigalidad y exuberancia de cuadros y esculturas de la iglesia católica romana. Y, por supuesto, la sangre por excelencia será de la Cristo, crucificado, agonizante, o descolgado de la cruz y yaciente, envuelto en sábanas sagradas. Es la sangre un eminente vehículo que autentifica el verdadero rostro de Cristo, en un tiempo y una religión (la judía) que abomina la fabricación de imágenes, y de ahí que a las llagas se sume la impresión realizada en el paño de la Verónica, la piadosa mujer que, según los evangelios apócrifos, limpió el rostro de Cristo en su viacrucis.

La sangre parece uno de los universales menos discutidos. Esta posee una fuerte carga animista: por sí misma indica estados de ánimo, vitalidad o afección. Sangre fría caliente, buena o mala sangre, llevar algo en la sangre, son expresiones del habla cotidiana que hablan de su presencia. Y en el México del siglo XVI, la sangre viva dentro del cuerpo es la vida misma. Los textos de Sahagún no admiten duda:

 

 

Sangre…nuestro brotar, nuestro crecer, nuestro vivir es la sangre…espesa, grasa, vivificadora, nuestra vida; enrojece, humedece, moja, llena de lodo la carne, le da crecimiento, surge a la superficie, cubre de tierra a la gente…fortalece a la gente, mucho fortalece a la gente.

 

El mismo López Austin señala que la fuerza vital de la sangre podía transmitirse directamente por contacto tanto al propio cuerpo (por ejemplo, los cazadores la untaban en sus sienes para incrementar sus facultades cinegéticas; igual tratamiento recibían los jóvenes dedicados a Huitzilopochtli).

Llegados a este punto, lo que me ocupa es tratar de entender cómo la sangre logró servir como lingua franca a la hora de transcribir o confrontar muy elaborados términos que son propios de la historia de la salvación, y centrados en la persona de Jesucristo: la encarnación, el sacrificio y muerte en la cruz, la resurrección y la vida eterna: si el lector es cuidadoso, encontrará que a lo largo de la reflexión el cuerpo y la sangre tienen un papel esencial, y cuyas traducciones sin duda plantearon no pocos problemas a los primeros frailes nahuatlatos, pues en general se piensa en la traducción como un trabajo que se atiene a lo meramente verbal, dejando fuera el campo visual o material de las representaciones artísticas, ya sean pictóricas o escultóricas, o excluyendo por ejemplo el papel de los sonidos, los ritmos, cuando no la forma, la textura, el olor y el sabor de las cosas. En el ámbito de la evangelización, traducir cuerpo y sangre pasaba por la comprensión de la importancia que los antiguos mexicanos asignaban al maíz, palabra que en náhuatl evoca al propio cuerpo (tonacayo=nuestra carne, nuestro sustento). Y es que la palabra eztli (sangre) se enriquece con sus varias representaciones gráficas del alto contenido estético, como la que se muestra en la lápida del sacrificado de Aparicio, Veracruz, de cuyo cuello salen siete culebras, símbolos de fertilidad.

Debemos al Dr. Pablo Escalante Gonzalbo una sugerente investigación sobre el papel de la sangre y otros elementos en los tiempos tempranos de la colonia a partir del análisis iconográfico de arte indocristiano. En la evangelización temprana del siglo XVI destaca la finura de los textos que componen la Psalmodia Chistiana, la encantadora obra de Sahagún en la que dispone textos cristianos utilizando el estilo de los antiguos cantos nahuas. Las imágenes que brotan de sus palabras son deslumbrantes: la Virgen María es llamada cihuapilli (“mujer noble”) o tlazotlatoani (“querida reina”). En otro ejemplo, San Miguel Arcángel es descrito con alas de quetzal. En la Psalmodia, el valioso jade (chalchihuite) y la pluma de quetzal también aluden al alma de los cristianos, y es Jesucristo una delicada pluma de jade, bajo cuya forma fue introducido por el Espíritu Santo al vientre de la virgen, de la misma manera que Coatlicue, madre de Huitzilopochtli, fue preñada por una bola de plumas o algodón.

Para Escalante, otra representación de la sangre sacrificial es sin duda el chalchihuite, la famosa cuenta de jade que en diversos códices emerge del corazón del sacrificado como metáfora del líquido precioso que, podría ser utilizado de manera indistinta para representar lo mismo a la sangre que al agua, ambos líquidos contendores de fuerza, vida, esenciales en el sacrificio y la purificación. De ahí que no será extraño que los primeros vocabularios y diccionarios del náhuatl hayan recogido el término ezpipicaliztli, “sangre de lluvia”, el cual admite una traducción no verbal, sino figurativa: el difrasismo sangre/lluvia es la base que explica los rituales en honor de la santa cruz de mayo, en el actual estado de Guerrero. En estos se desarrollan batallas de hombres disfrazados de tigres que combaten entre sí, ofrendado una gota de su propia sangre por cada gota de lluvia que los dioses enviarán desde su morada celeste.

Esta idea de una guerra para ofrecer u obtener sangre (o agua) es muy pertinente para nuestro trabajo. Es el mismo Pablo Escalante quien observa cómo en el primitivo arte indocristiano del siglo XVI (bautizado por el historiador José Moreno Villa como estilo tequitqui), las pilas bautismales, las cruces atriales y algunas fachadas de conventos, contienen entre sus adornos una enriquecida variedad de símbolos mezclados, desde coronas de espinas, escaleres, gallos, lanzas (las llamadas Armas Christi o armas de Cristo) junto a elementos pictóricos de sacrificios prehispánicos, jade (chalchihuites), escudos (chimalli), el sol y la luna, así como flores (xóchitl, malinalli), las cuales adornan con su néctar especialmente al árbol florido de la Santa Cruz, en la cual Cristo, como si de un sacrificado divino se tratara, entregó su sangre por la salvación de los indios. Si la cruz es el lugar de la batalla por la salvación, las talladas en piedra dentro del estilo tequitqui son un código que puede descifrarse mediante la lectura de la literatura náhuatl de la época. Así, leemos que en los Cantares Mexicanos que el campo de guerra es “donde surge el agua divina, lo quemado (teoatl tlachinolli)”, y es también “en el lugar donde se adora a la aurora están abriendo las flores, en el lugar de la guerra florida de Tloque Nahuaque”. En los Cantares, se dice del guerrero: “Buen canto, bella flor es su sangre, el líquido de su pecho”. Pero en el siglo XVI se libraba una nueva batalla: la de Cristo contra el demonio, quienes combaten por el jade y la pluma preciosa de las almas de los indios. Tal es el mensaje de los primero evangelizadores que presentan a Cristo combatiendo auxiliado sus ángeles: en la Psalmodia, San Miguel, príncipe de las milicias angélicas, es tiacauh: in vei tiacauh, in vei Archangel (“el gran valiente, el gran Arcángel”). Y de Cristo se señala que derrama en la cruz su itlaçoezçotli: “su sangre muy preciada y querida”: en algunas representaciones tempranas de la crucifixión, de las cinco llagas de Cristo emerge no sangre, sino chalchihuites.

Vino luego la reorganización del calendario litúrgico que sustituyó al antiguo calendario prehispánico. Luego de la semana santa, la fiesta del Corpus Christi remarcaba el poder de la carne y la sangre divina: el milgaro se explicaba así: in “tlascalli teunacatl omuchiuh: auh in vino, teueztli omuchiuh”, “la tortilla se convirtió en carne divina y el vino se convirtió en sangre divina”. Las tareas evangelizadoras fueron abrumadoras, pero insuficientes para someter a los indios al poder del dogma. Incluso, grandes debates teológicos se dieron en torno a la pertinencia de que los indios accedieran al sacramento de la comunión. Y a pesar del celo apostólico de frailes, curas e inquisidores, la sangre de gallinas, corderos y palomas siguió ofreciéndose a otros dioses (Cristo, los santos y la virgen incluidas) en cuevas, oratorios y cerros.

La lógica era y es simple: “donde comen dos, tres, comen cuatro, cinco, todos. Aquí no hacemos distinción”, me dijo un anciano otomí cuando ofrecía sangre de pollos negros lo mismo a los ídolos de papel recortado que a la sirena, al Sagrado Corazón de Jesús y a la Guadalupana en mayo de este mismo año 2021 en el pueblo nahua de Tecalco, Ixhuatlán de Madero. “Si todos trabajan, entonces todos comen”, concluyó. Y fue así que la sangre tradujo lo que la teología, el sermón o la prédica  fueron incapaces de volver comprensible a los neófitos.

 

Para saber más:

  • Escalante Gonzalbo, Pablo, “Cristo, su sangre y los indios. Exploraciones iconográficas sobre el arte mexicano del siglo XVI”, en Helga von Kügelgen (ed.) Herencias indígenas, tradiciones europeas y la mirada europea, Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2002, pp. 71- 79.

 

  • López Austin, Alfredo, Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas, UNAM, México, 1989 [1980].
Para citar: Carlos Hernández Dávila, La sangre, verdadera traductora del evangelio en el siglo XVI (y hasta la fecha), México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2848/2844. Visto el 02/05/2024