La evangelización como un proceso de conquista

A finales del siglo xix, quienes se dedicaron a la historia del siglo xvi novohispano, como Joaquín García Icazbalceta, hicieron una marcada diferencia entre la conquista armada y la llamada conquista espiritual. La primera fue condenada como sinónimo de esclavización y destrucción, la segunda fue exaltada como un proceso civilizatorio. Católicos fervientes, estos hombres ilustrados veían en los frailes no sólo a los defensores de los indios sino también a quienes introdujeron el cristianismo y con él los valores morales occidentales con los cuales ellos comulgaban. Sus construcciones historiográficas quedaron profundamente arraigadas en la memoria colectiva, pues fueron claves en la construcción del nacionalismo mexicano y se volvieron lugares comunes incuestionables repetidos hasta la saciedad en el siglo xx al ser difundidos por los libros de texto de primaria y secundaria. Hoy en día se hace necesario cuestionar dichos lugares comunes del proceso evangelizador y comprenderlo dentro de una concepción más amplia de la denominada “Conquista”.

Uno de los más extendidos lugares comunes sobre dicho tema es que los frailes eran representantes de un cristianismo pacifista y que impusieron la nueva fe sin utilizar la fuerza o la violencia. Esta visión parte de considerar que el cristianismo actual es el mismo que el del siglo xvi y se olvida que en aquel tiempo la idea de cruzada aún seguía estando vigente como base de la expansión europea. Bajo una perspectiva escatológica la acción conquistadora y evangelizadora de los españoles y de sus aliados indígenas se concebía como parte de la lucha del bien contra el mal, que terminaría con el triunfo del primero antes del cercano fin de los tiempos.

A lo largo de más de un milenio los libros bíblicos (en especial los de los Reyes y el de la Revelación conocido como Apocalipsis) y la imagen agustiniana de un pueblo elegido en lucha con las fuerzas demoníacas, hicieron posible que una religión de amor, humildad y renuncia fuera aceptada por reyes y pueblos guerreros y que el poder y la violencia asociada a él quedaran insertados en los discursos y la simbología cristianos. Los frailes evangelizadores estaban conscientes que la misión providencial de la Iglesia para implantar el cristianismo universal podía utilizar dos medios válidos: uno pacífico, propio del tiempo de los apóstoles “de la Iglesia primitiva”; otro, que aceptaba el uso de la violencia como un método de conversión, y que fue aplicado por primera vez en Europa en la conquista de los sajones por el emperador Carlomagno a principios del siglo ix. Para los frailes del siglo xvi, cruzada y misión no eran términos incompatibles y la paradoja “amor-violencia” les era absolutamente aceptable, pues cualquier medio era válido cuando se trataba de impedir que Satanás ganara adeptos y que sus secuaces (musulmanes, herejes, judíos o idólatras) vencieran a los hijos de la luz.

Esto explica el por qué la extirpación de las llamadas “idolatrías” de los indios, justificaba los hechos violentos de la conquista de Tenochtitlan por Hernando Cortés como un agente de Dios que liberó a los indios de la “esclavitud de la idolatría”, cuyas “diabólicas” divinidades promovían la antropofagia y los sacrificios humanos. La conquista militar fue vista como un hecho necesario para lograr la evangelización, con la cual se extirparía la veneración de objetos inanimados, se conseguiría la salvación eterna de millones de almas y el Demonio quedaría vencido. Con tal visión resultaban justificadas las persecuciones contra los sacerdotes de las religiones antiguas y de los caciques que continuaron “idolatrando” después de ser bautizados. Las denuncias de quienes seguían practicando sus ritos “paganos” y los castigos que se les impusieron, desde azotes hasta la pena de muerte, fueron una de las premisas consideradas fundamentales por los frailes en esa lucha que creían llevar a cabo contra Satanás y sus secuaces. En su trabajo “inquisitorial”, los frailes contaron con la ayuda de sus jóvenes colaboradores, con los cuales implementaron campañas para descubrir “idolatrías” que provocaron persecución y rupturas familiares, juicios sumarios contra los que se resistían, así como la muerte de algunos de los denunciantes. Además de perseguir a los idólatras, el proceso de conversión incluía la quema ritual de las imágenes y códices de las religiones antiguas, acto que se llevaba a cabo antes de predicar y bautizar. Esta destrucción sistemática llevó a los indios a ocultar sus objetos sagrados debajo de las cruces atriales, detrás de los altares de las iglesias y en los montes, cuevas y bosques.

Esa misma violencia se ejerció durante las campañas de congregación de pueblos, proceso que se llevó a cabo a instancias de los virreyes Antonio de Mendoza y Luis de Velasco por la necesidad de hacer más eficiente la catequización sistemática por parte de los frailes y del clero secular. Además de la dispersión de la población, uno de los principales problemas para la misión era que la mayor parte de los centros ceremoniales se encontraban en las laderas de los cerros, lugares apropiados para la defensa, pero poco aptos para asentar un pueblo trazado “a la española”. Aunque los nuevos poblados se crearon teniendo en cuenta las antiguas cabeceras políticas del imperio mexica o de los reinos autónomos, éstas tuvieron que ser desplazadas hacia los valles donde se crearon poblados trazados a cordel para congregar algunas de las numerosas estancias aledañas. En tales desplazamientos de población se usó la compulsión, el uso de la fuerza y la quema de casas para evitar el regreso de sus habitantes; estos medios se utilizaron a menudo para trasladar a las poblaciones que se negaban a abandonar sus tierras y los lugares donde reposaban sus antepasados y que eran obligadas a convivir con grupos que podían ser incluso sus enemigos.

En tales congregaciones los frailes y el clero secular actuaban como agentes del imperio pues junto a las razones religiosas, con las congregaciones se facilitó el cobro de tributos y la distribución de la mano de obra entre los encomenderos para sus empresas y entre los mismos religiosos y se posibilitó el mejor control por parte de las autoridades virreinales, incluidas las indígenas. La creación de células parroquiales que se venía dando en Europa desde el siglo x y que benefició tanto a los monasterios y catedrales como a los señores feudales, tuvo en América uno de sus espacios de aplicación más eficaces como instrumento de cristianización y de control político y económico.

Esto explica el apoyo incondicional de los primeros virreyes y obispos hacia los religiosos, motivado principalmente por su labor en la erección de pueblos, clave para la territorialización del dominio español. Además de esta labor, los frailes y sus colaboradores indígenas fueron esenciales en la trasmisión de la información (necesaria para su sujeción y explotación) sobre los recursos naturales, el número y condición de sus habitantes y las conformaciones políticas previas a la presencia española. A medio siglo de la conquista los mil quinientos señoríos mesoamericanos existentes a la llegada de los europeos se habían reducido a cerca de quinientos pueblos de cabecera bajo la administración de los religiosos y de los clérigos seculares y sujetos a doscientos corregidores y setenta alcaldes mayores españoles encargados de cobrar tributos y administrar justicia en nombre del rey.

Por otro lado, es necesario señalar que la congregación de pueblos se hizo con la colaboración de caciques, encomenderos y funcionarios interesados de manera muy materialista en el proceso. Ciertamente la actuación de los religiosos como denunciantes de los abusos que cometían los españoles laicos fue innegable; pero no debemos olvidar que muchos de ellos fueron también aliados de los encomenderos, como el caso de los agustinos en Michoacán, de los franciscanos en Jalisco o de los dominicos en Oaxaca. Incluso cuando el rey limitó los alcances de la encomienda en 1542 con la promulgación de una serie de leyes que tendían a su abolición, los primeros que defendieron la continuación de dicha institución fueron los provinciales de las tres órdenes, quienes viajaron hasta Alemania para solicitar al emperador la mitigación de dichas leyes y para convencerlo de la improcedencia de tales mandatos.

Otro de los prejuicios que marcaron nuestra visión del siglo xvi fue el de considerar a los indios como seres pasivos dentro del proceso. Del mismo modo que en la conquista armada los logros atribuidos a los españoles se dieron gracias a los pactos y negociaciones que los invasores hicieron con los dirigentes de los pueblos inconformes; los frailes también consiguieron muchos de sus objetivos gracias a sus alianzas con los señores indígenas que veían en el bautismo y en el apoyo de los religiosos un instrumento para fortalecer su preeminencia regional. Varios de los dirigentes nativos locales aprovecharon la conquista y la evangelización como un medio para saldar viejas rencillas y gracias al apoyo que brindaron a los frailes y a los encomenderos pudieron tener un papel privilegiado dentro del nuevo sistema que se impuso e incluso se volvieron exploradores y perseguidores de sus coterráneos.

Por otro lado, la idea de unos religiosos que llegaban solos a los poblados predicando y convirtiendo a las masas por miles, sin ninguna oposición y sin conocer las lenguas indígenas, es una visión idílica creada por los cronistas; la mayoría de ellos escribieron sus historias en una época de conflicto entre los frailes y los obispos, quienes pretendían quitar a los religiosos las doctrinas indígenas, por lo cual los religiosos necesitaban enaltecer la labor de los primeros evangelizadores. Es por ello que en las crónicas no aparece mencionado que en sus correrías misionales los frailes iban acompañados por numerosos contingentes indígenas (tamemes, guías, intérpretes y todo un séquito de colaboradores) que les facilitaban los contactos con las poblaciones nativas. Una vez asentados los pueblos, el apoyo de los jóvenes nobles que se educaban en sus conventos fue esencial en la catequesis, en la vigilancia de la moral pública y en toda la gama de las actividades litúrgicas, incluidos los decorados y gastos para las actividades festivas, el teatro evangelizador, la música, el canto y la danza en las ceremonias religiosas.

A menudo se pasa por alto también que el éxito formal en la implantación del cristianismo se debió en buena medida a que los religiosos usufructuaron, en los nuevos poblados, el funcional esquema del altépetl ordenando construir en su centro el templo cristiano con su atrio (teocalli) y frente a él la casa de gobierno (tecpan) con una plaza donde se llevaba a cabo el mercado semanal (tianquiz). Los misioneros conservaron también la distinción entre la cabecera política (convertida en “cabeza de doctrina”) y las “visitas”, estancias o barrios (tlaxilacalli), situados tanto en la demarcación del poblado como en lugares los más alejados.

Fue también fundamental la colaboración de las comunidades en la implantación de la llamada “policía cristiana”, es decir en el establecimiento de patrones urbanos y sociales occidentales como cofradías, hospitales, cajas de comunidad, como lo había sido en la distribución y concentración de poblados. A menudo se olvida que la eficiente implantación de tales políticas fue posible gracias a la presencia de organizaciones comunales prehispánicas (como el calpulli) y a su posibilidad de movilizar tributos y mano de obra rotativa para organizar y mantener todas las instituciones que conformaban dicha “policía cristiana”.

La visión negativa del periodo virreinal y la carga de esclavización y miseria que se le dio en el siglo xix, propiciaron una perspectiva victimizadora y generalizadora de las complejas situaciones que vivieron los pueblos indígenas del siglo xvi. Esas visiones deformantes ocultaron el hecho que muchos nativos participaron como activos colaboradores de los conquistadores y de los evangelizadores y que el éxito de la imposición del sistema español se debió en buena medida a su apoyo y colaboración.

Otro lugar común generado por los historiadores decimonónicos, influidos por la lectura de las crónicas de los siglos xvi y xvii, consideró la conversión de los pueblos indígenas al cristianismo como un proceso de convencimiento, lo que implicaba la idea de una transmisión eficiente de los mensajes teológicos y morales cristianos hacia los indios. Para obtener tales resultados, los frailes y ministros debieron tener un conocimiento profundo de las lenguas de sus fieles, lo cual les permitiría transmitir la complejidad de los dogmas teológicos y la rigidez de sus enseñanzas morales. Pero este supuesto no tiene visos de realidad pues, salvo frailes excepcionales como fray Bernardino de Sahagún, fray Alonso de Molina, fray Alonso de Escalona o fray Diego Duran, la mayoría de los religiosos tuvieron un dominio muy deficiente de las lenguas indígenas y la comunicación con sus fieles, casi exclusivamente por medio de intérpretes, fue sumamente dificultosa.

A eso hay que agregar la dispersión de la población; a pesar de los esfuerzos congregadores, sólo fue posible reunir en poblados mayores unas cuantas aldeas quedando la mayor parte diseminadas como “visitas” con una pequeña capilla. Debido a que el número de misioneros era insuficiente para la gran cantidad de caseríos (que además estaban muy alejados unos de otros) sus habitantes recibían a los religiosos muy esporádicamente. Por ello, el cristianismo se impuso en un principio de una manera muy superficial, no solo por la incomprensión de los códigos culturales del otro por ambas partes, sino también porque, como religión de los invasores, fue rechazado en un principio. Como en otros muchos aspectos de la colonización, los indios aceptaron externamente la imposición, sobre todo en lo que respecta a los rituales católicos y al culto a los santos, pero internamente y en el ámbito doméstico siguieron haciendo lo que les dictaban sus costumbres ancestrales. Para erradicar estas prácticas y creencias, definidas por los frailes como “idolatría”, Sahagún y Durán escribieron sus historias.

No olvidemos, por último, que la misión también formó parte esencial del proceso de conquista y ocupación de los territorios que se abrían a la colonización del norte (atraída por la minería) a partir del siglo xvii y, en el siglo xviii, hacia las impenetrables selvas del sureste. En dichos lugares la constante resistencia a la penetración cristiana por parte de los grupos ya sujetos, la poca consistencia de las estructuras comunales sujetas a un régimen central y los ataques de aquellos que nunca fueron sometidos, hicieron mucho más lento el avance conquistador y misionero por parte de los agentes militares y eclesiásticos del rey y de los colonos indígenas, mestizos, africanos y españoles. Con todo, a la larga, también en muchos de esos territorios la espada y la cruz lograron imponer el dominio político, económico y cultural hispánico a costa de la esclavización  y el exterminio (acelerado por la expansión de las epidemias) de muchos de sus pueblos originarios.

 

Para saber más:

  • Alberro, Solange, Movilidad social y sociedades indígenas de Nueva España: las elites, siglos XVI-XVIII, Ciudad de México, El Colegio de México, 2019.
  • Crewe, Ryan Dominic, “Bautizando el colonialismo: las políticas de conversión en México después de la conquista”, Historia Mexicana, vol. LXVIII, num. 3 (271), enero marzo de 2019, pp. 943-1000.
  • Navarrete, Federico, Los orígenes de los pueblos del Valle de México. Los Altépetl y sus historias, México, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 2012.
  • Rubial García, Antonio, El cristianismo en Nueva España. Catequesis, fiesta, milagros y represión, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2020.
Para citar: Antonio Rubial García, La evangelización como un proceso de conquista, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2849/2844. Visto el 23/04/2024