Isabel y Juana: reinas de Castilla por derecho propio

Tras la muerte de Juan II de Castilla (20 de julio de 1454), la sucesión del trono castellano quedó establecida de la siguiente manera: en primer lugar, heredaría el trono Enrique, hijo de su matrimonio con María de Aragón; luego Alfonso, hijo menor de su segundo matrimonio con Isabel de Portugal; y, en tercer lugar, Isabel hermana mayor de Alfonso. Aunque en Castilla no regía la Ley Sálica, que prohíbe que una mujer herede el trono, la herencia del cargo recaía siempre, en primer lugar, en el heredero varón; así sucedió y a la muerte de su padre, el gobierno de Castilla quedó en manos de Enrique IV.

Isabel, por su parte, se irguió como heredera de la causa que su hermano Alfonso llevó a sus últimas consecuencias en el episodio conocido como la Farsa de Ávila. Allí, en alianza con un grupo de nobles y el reconocimiento de algunas ciudades importantes, destronó un muñeco de Enrique IV y se coronó como rey de Castilla. La temprana muerte de Alfonso, en 1467, dejó al descubierto la gravísima crisis política cristalizada en la ausencia de un liderazgo político y el gran poder que ostentaba la nobleza en las decisiones del reino. Desde ese momento, Isabel manifestó su deseo de ser reconocida como princesa de Castilla a través de un pacto con Enrique. Si bien llegaron a un primer acuerdo en Toros de Guisando (1468), dos años después, el rey se negó a despojar a su hija Juana de su derecho a gobernar.

Veinte años después, la muerte de Enrique volvía a poner en jaque la política castellana, pero en esta ocasión la sucesión se debatía entre dos mujeres: Juana e Isabel. Juana era hija de Enrique IV y Juana de Portugal, nació en Madrid el 28 de febrero de 1462 y pocos meses después fue jurada en Cortes como heredera del reino a la muerte de su padre. Sin embargo, pesaba sobre ella la sombra de la ilegitimidad; una sombra que heredó de su padre Enrique, quien pasó a la historia como el Impotente, y ella como la Beltraneja, a propósito de Beltrán de la Cueva, miembro de la corte.

Así, para 1474, la península Ibérica fue escenario de un conflicto liderado por dos mujeres, tía y sobrina, que reclamaban su derecho a gobernar el reino, para ese entonces, más extenso e influyente de dicha península: Castilla. La coronación de Isabel no marcó el fin del conflicto, sino el inicio de un largo período de negociaciones y batallas que finalizaría con su pleno reconocimiento como reina titular en las Cortes celebradas en Madrigal de las Altas Torres en 1476 y la reorganización del reino a través de medidas específicas que buscaron la limitación del poder de la nobleza establecidas en las Cortes de Toledo de 1480. 

Es importante recordar que el reinado de Isabel fue fundamental para la consolidación del reino en términos de: limitación del poder de la  nobleza, renovación de las instituciones de gobierno, reorganización de los obispados, fortalecimiento de la moneda y expansión ultramarina de los territorios, entre otras cosas. Por su parte, el matrimonio con Fernando de Aragón sentó las bases para la integración de 3 de los 4 reinos ibéricos (Castilla, Navarra y Aragón) en la futura monarquía hispánica.

Quizás marcada por su propia experiencia, Isabel I de Castilla procuró mantener fuera de entredichos la sucesión del reino para después de sus días. En matrimonio con Fernando de Aragón, procrearon 5 hijos: Isabel, Juan, Juana, María y Catalina. Tanto Isabel (hija) como Juan fueron jurados en Cortes como sucesores, sin embargo, la temprana muerte de ambos hizo que el título de Princesa de Asturias recayera en Juana.

En sus últimos años de vida, la Reina Católica procuró por diversos medios contribuir al fortalecimiento de la legitimidad de su hija, fundamentalmente porque desde su matrimonio con Felipe el Hermoso pasaba la mayor parte del tiempo fuera de Castilla. Sin embargo, y a pesar de todos sus empeños, su muerte, en 1504, provocó una nueva crisis política. En esta ocasión, Fernando y Felipe, padre y esposo de Juana respectivamente, se disputaron el gobierno y a pesar de su enfrentamiento, ambos vieron en la anulación de la figura de la heredera un atajo a la materialización de sus ambiciones. De ahí que Juana haya pasado a la historia como la Loca.

Los decesos de Fernando y Felipe en el lapso de diez años precipitaron la regencia a manos de Carlos I, hijo de este último y Juana, quien acumuló en su persona la herencia territorial de sus padres y abuelos. Es importante destacar en este contexto que, a pesar de haber alejado a Juana de la vida política, ella seguía ostentando su condición de reina titular de Castilla y Aragón. Es bajo su gobierno que se realizan las expediciones de ultramar y es a ella a quien Cortés dirige sus Cartas de Relación.

Recluida en Tordesillas, la figura de Juana se ciñó como una sombra sobre el complejo gobierno de Carlos en la península. Falleció en 1555, un año antes de que su hijo Carlos abdicara en favor de sus hijos, Fernando y el futuro Felipe II.

 

Para saber más:

  • Bethany Aram, La reina Juan. Gobierno, piedad y dinastía, Madrid, Marcial Pons, 2001
  • Ma. Isabel del Val Valdivieso, Isabel la Católica y su tiempo, Granada, Universidad de Granada, 2005
  • Óscar Villarroel González,Juana la Beltraneja. La construcción de una ilegitimidad, Madrid, Sílex, 2014. 
Para citar: Lucía Beraldi, Isabel y Juana: reinas de Castilla por derecho propio, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2296/2293. Visto el 24/04/2024