La conquista del septentrión novohispano: una visión panorámica

Las primeras expediciones que atravesaron el norte de Nueva España en las décadas de 1520 y 1530 avanzaron por la costa del Océano Atlántico y el Océano Pacífico, generalmente usando rutas que seguían antiguos caminos de migración e intercambio ritual o comercial entre las sociedades prehispánicas. Sus principales propósitos eran encontrar minas de oro y plata, puertos para la navegación transoceánica y la boca de un supuesto pasaje marítimo –en realidad inexistente– entre los dos océanos. Estas primeras empresas resultaron en grandes fracasos por las difíciles condiciones ambientales y topográficas del territorio, así como por la ausencia de ciudades y las reacciones adversas de sus habitantes, dispersos y sumamente móviles. Por eso, a partir de 1542, cuando Francisco Vázquez de Coronado abandonó la colonia que había fundado en tierras de los indios pueblo de Arizona y Nuevo México, la conquista se canalizó por la planicie que se extiende entre las dos vertientes de la Sierra Madre.

En la costa atlántica, el límite de la ocupación española se fijó desde 1523 en la provincia de Pánuco, situada en la Huasteca de Veracruz, Tamaulipas y San Luis Potosí. Sin embargo, las exploraciones en el litoral norte del Golfo de México, donde la geografía dificulta el paso de caballos y carretas,  no partieron de aquí, porque además de los obstáculos naturales, los nativos no eran agricultores sedentarios. La expedición más importante en esta zona por sus consecuencias posteriores, dirigida por Pánfilo de Narváez, salió de España en 1527. Tenía por objetivo descubrir, conquistar y poblar el territorio situado entre el Río de las Palmas y el cabo de la Florida, pero la armada se perdió definitivamente en la costa de Texas después de varios naufragios. Sólo cuatro sobrevivientes, entre ellos el tesorero Alvar Núñez Cabeza de Vaca y un esclavo moro, lograron reunirse y recorrer a pie una parte de Texas, Coahuila, Chihuahua, Sonora y Sinaloa, guiados y acogidos por diferentes grupos indígenas, hasta llegar en 1536 a la recién fundada villa de San Miguel de Culiacán.

En el flanco del Pacífico, después de la exploración inicial de Michoacán, por Antonio Caicedo (1521) y Cristóbal de Olid (1522), así como la conquista de Colima por Gonzalo Sandoval (1523), el impulso para avanzar hacia el norte vino de las noticias sobre siete ciudades, grandes y ricas en plata que Cabeza de Vaca recogió durante su travesía. Los nativos le hablaron de ellas y ofrecieron conducirlo hasta allí. Sin embargo, no quiso desviarse de la dirección que llevaba en su búsqueda desesperada de poblaciones españolas. Otros conquistadores habían recibido noticias similares que impulsaron, al menos en parte, sus emprendimientos. Por ejemplo, el cronista Pedro Castañeda Nájera cuenta que Nuño de Guzmán, siendo gobernador de Pánuco (1525-1533), supo por un cautivo que hacia el norte existían siete pueblos lejanos con calles de platería, donde su padre comerciaba plumas. Afirma el cronista que este relato inspiró a Guzmán para iniciar sus conquistas en Nueva Galicia (hoy los estados de Colima, Jalisco, Nayarit, Aguascalientes y partes de Zacatecas y Sinaloa).

Nuño de Guzmán no siguió el camino de la Huasteca que posiblemente conectaba Pánuco con el área pueblo de Nuevo México y Arizona, en parte porque debió acudir a la capital virreinal para asumir el cargo de presidente de la Primera Audiencia de México que recibió en 1528. Además, este camino había quedado interrumpido por las incursiones, sin respaldo oficial, que los conquistadores hacían para conseguir cautivos y mandarlos esclavizados a Cuba. Como las noticias recopiladas por Guzmán y Cabeza de Vaca parecían confirmar ciertos relatos sobre una lejana patria original común a muchos pueblos de la cuenca de México, llamada Chicomoztoc (en náhuatl lugar de las siete cuevas), el virrey Antonio de Mendoza decidió organizar la búsqueda de aquélla maravillosa comarca mediante dos expediciones que partieron de Culiacán, avanzaron por el litoral del Pacífico y alcanzaron regiones nunca antes visitadas por europeos. La primera fue pequeña y estuvo a cargo del fraile franciscano Marcos de Niza (1539-1540); llegó hasta el pueblo indio de Zuñi, en Nuevo México que Niza bautizó como Cíbola malinterpretando una palabra nativa. La segunda, basada en el reporte entusiasta que el fraile rindió a su regreso, fue la gigantesca y fracasada expedición que comandó Vázquez de Coronado para conquistar Cíbola entre 1540 y 1542.

Las andanzas de Nuño de Guzmán en Michoacán y Nueva Galicia (1529-1536), conducidas con lujo de violencia, no develaron riquezas minerales de fácil apropiación; por lo tanto los españoles reorientaron sus prioridades hacia la fundación de asentamientos en sitios propicios para la agricultura y la ganadería. El profundo malestar que provocaron sus abusos estalló en varias rebeliones y detuvo el ritmo del avance colonizador en el territorio que conocemos como Gran Chichimeca. No obstante, el afán por descubrir yacimientos de metales preciosos y encontrar el lugar de origen de los mexicanos no desapareció. En las décadas de 1540 y 1550, pequeñas incursiones organizadas desde las poblaciones que Guzmán había fundado resultaron en el descubrimiento de grandes minas de plata, comenzando por Zacatecas en 1546. La acumulación paulatina de estos hallazgos en el altiplano dio pie a nuevas expediciones masivas con el aval de las autoridades virreinales; de ellas resultó la conquista de Nueva Vizcaya por Francisco de Ibarra (1554-1564) y Nuevo México por Juan de Oñate (1598-1605). Los centros mineros más importantes establecidos en este periodo quedaron conectados por el camino real de tierra adentro, esencial para mover los insumos y productos de la minería y abastecer a las regiones más remotas durante los dos siglos siguientes.

 En esta segunda etapa de expansión colonial, la evangelización de los indígenas se convirtió en un objetivo cada vez más importante. Las principales órdenes religiosas que establecieron misiones en el septentrión fueron los franciscanos y los jesuitas; con frecuencia hacían sus primeras incursiones acompañando a las expediciones militares de conquista o las que buscaban vetas minerales. En la Sierra Tarahumara, por ejemplo, los primeros contactos españoles con los rarámuri ocurrieron quizás en la década de 1560 durante las exploraciones de Francisco de Ibarra, pero los jesuitas sólo incursionaron en esta zona hasta 1601, con Pedro Méndez como acompañante de Diego Martínez de Urdaide que había salido desde la villa de Sinaloa en busca de metales preciosos. Tres años después, el padre Joan Font entró con el capitán Juan de Gordejuela en una expedición similar y en 1611 fundó la misión de San Pablo, primera entre los rarámuri. Pero la labor evangelizadora no se limitaba a la enseñanza de la doctrina católica, se trataba de transformar las costumbres y modo de vida de los naturales, concentrándolos en “reducciones” o pueblos compactos edificados alrededor del templo y la casa del cura. Algunos de estos pueblos de misión, donde los jesuitas introdujeron el arado y el ganado bovino, ovino y caprino, se volvieron centros de producción agropecuaria que abastecían los enclaves mineros y los presidios de la zona, además de financiar la expansión misional.

En casi todas las expediciones emprendidas por los españoles y muchas fundaciones coloniales en el norte novohispano hubo una participación masiva de indígenas mesoamericanos. A veces acudían forzados con medios violentos pero también colaboraron de manera voluntaria a través de alianzas formales que les reportaban beneficios materiales y privilegios de distintos tipos. La colaboración de tlaxcaltecas, mexicas, otomís y tarascos, por mencionar sólo algunos grupos, fue decisiva en la conquista y colonización del Bajío, la Gran Chichimeca, Sonora, Chihuahua, Durango, Coahuila y Nuevo México. El caso que mejor conocemos es el de los aliados tlaxcaltecas pero también existe documentación, aunque menos abundante, sobre los otomís en el Bajío y la Gran Chichimeca. Junto con los documentos escritos y los restos arqueológicos, algunos elementos de la arquitectura colonial indican la presencia de estos mesoamericanos en el norte. Por ejemplo, algunos de los dibujos que decoran la iglesia de una pequeña comunidad en Nuevo México, fundada en 1751, representan flores y animales muy comunes en la ritualidad otomí hasta el día de hoy. Es particularmente interesante la figura de un águila bicéfala parecida a la del emblema de la Casa de Habsburgo, motivo que los otomís se habían apropiado desde el siglo XVI para representar a una de sus deidades: Yozipa. Este pequeño detalle podría ser un indicio de que, entre las familias tlaxcaltecas de Santa Fe que recibieron la merced de tierra para asentarse en este lugar, había también otomís.

El proceso de expansión colonial que arrancó con Hernán Cortés en 1519 se había convertido en un proyecto distinto para fines del siglo XVI, adaptándose a las complejas condiciones locales y alimentándose con el conocimiento, el trabajo, la memoria y la colaboración estratégica de los pueblos indígenas. Los rastros de esta larga historia de dominación, pérdida, negociación y aprendizaje multilateral afloran por doquier en el vasto territorio que alguna vez fue el norte de la Nueva España.

 

Para leer más

  • Chantal Cramaussel, Poblar la frontera: La provincia de Santa Bárbara en Nueva Vizcaya durante los siglos XVI y XVII. Zamora: El Colegio de Michoacán, 2006.
  • Tomás Martínez Saldaña. La diáspora tlaxcalteca. Colonización agrícola del norte de México. Tlaxcala: Gobierno del Estado de Tlaxcala, 1988
  • David J. Weber, La frontera española en América del Norte. Traducción de Jorge Ferreiro. México: Fondo de Cultura Económica, 2000
Para citar: Danna A. Levin Rojo, La conquista del septentrión novohispano: una visión panorámica, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2284/2271. Visto el 17/04/2024