El concepto de frontera en la península Ibérica durante la Edad Media

En el año 711 un ejército musulmán compuesto por tribus beréberes convertidas en los años previos al islam guiado por una minoría árabe y siria cruzó el estrecho de Gibraltar con el fin de intervenir en la guerra civil que enfrentaba a dos bandos rivales del reino visigodo, encabezados, respectivamente, por el rey Rodrigo y por los príncipes Ebba y Sisebuto. En el verano de aquel año, en las inmediaciones del río Guadalete, el ejército del rey Rodrigo fue derrotado y los musulmanes acabaron por hacerse con el poder político frente a la debilidad del reino visigodo, debido a la poca resistencia de las poblaciones hispano-romanas y a su capacidad para establecer pactos y acuerdos matrimoniales con las élites locales. Aprovechando la red de calzadas romanas que cruzaban la geografía peninsular, el ejército musulmán se expandió rápidamente por el territorio y ya en el año 732 se enfrentó en las inmediaciones de la ciudad gala de Poitiers a las fuerzas del mayordomo merovingio Carlos Martell, quien les infligió una importante derrota. Este revés obligó a los musulmanes limitar su dominio a la península ibérica y una pequeña franja del sur de la actual Francia. Al territorio peninsular que quedó bajo dominio del islam se le dio el nombre de al-Andalus.

Las poblaciones cristianas de la península en la mayoría de los casos permanecieron en sus lugares de origen sometidos al dominio musulmán pagando un tributo personal. Sin embargo, en las zonas del norte se crearon una serie de núcleos de resistencia que a lo largo de los siglos VIII, IX y X se acabaron articulando como auténticos reinos: en la vertiente occidental el reino de Asturias, en la parte central el reino de Navarra y en la parte oriental los condados catalanes integrados a la Marca Hispánica del imperio carolingio. Durante estas centurias las poblaciones cristianas colonizaron los espacios agrarios del tercio norte peninsular, fundaron villas y ciudades y desarrollaron vínculos comerciales y culturales con la Europa ultra-pirenaica a través de la ruta de peregrinación del camino de Santiago. De esta suerte, a finales del siglo X, la península ibérica quedó dividida en dos grandes unidades culturales en las que la lengua, la religión, la concepción del tiempo y las costumbres dieron forma una vigorosa conciencia identitaria que los separaba a unos de otros constituyéndose así una frontera que era a la vez territorial, política, militar y cultural: al norte, los reinos hispano-cristianos; al sur los reinos musulmanes.

 En tanto heredero del concepto romano del limes -es decir, la línea que delimita al imperio romano y lo diferenciaba del mundo bárbaro- el concepto de frontera fue empleado por los cronistas medievales para significar el límite del reino. Pero como más allá de las fronteras se hallaban los enemigos políticos y religiosos, Alfonso X en las Partidas definió a éstas como una zona “de natura caliente”. De esta suerte, el proyecto de los distintos reyes cristianos -particularmente de los de Castilla y Aragón- no fue otro que el de ensanchar las fronteras de sus dominios, expulsar a los musulmanes -o someterlos a su autoridad- y restaurar la soberanía cristiana sobre la totalidad del territorio peninsular.

La frontera fue un espacio permeable en constante disputa definido, a la vez, como espacio geográfico, como espacio productivo, como espacio político, como espacio fortificado y como espacio susceptible de ser colonizado. En consecuencia, la frontera se concibió como una frontera móvil y variable en el tiempo y, como corolario, como una frontera dinámica. No fue tampoco una frontera cerrada; antes bien fue una frontera porosa, abierta, por la que transitaban en un sentido y otro -a veces de forma pacífica, a veces de forma violenta- personas, bienes, ideas y prácticas culturales que generaban una mutua influencia y un mutuo rechazo. En este sentido, la frontera entre cristiandad e islam en la península ibérica puede definirse como un lugar de convergencia y choque de cosmovisiones distintas marcadas por la religión y las formas de vida por ella impuestas. Pero también puede concebirse como un lugar de intercambios -pacíficos y violentos- cuya dinámica temporal estuvo marcada por la actividad militar, por el periodo de tregua y por la época de las cosechas.

La frontera generaba, asimismo, una economía de guerra caracterizada por la obtención de cautivos y cobro de rescate, la realización de razzias y cabalgatas de rapiña, el desarrollo de una importante actividad ganadera y por el cobro de las parias -cantidades importantes de oro para comprar la paz- por parte de los reyes cristianos. Ello era  reflejo, a su vez, de la monetarización de la economía medieval a partir del siglo XI, así como  de las conexiones de la frontera peninsular con el espacio mediterráneo y la Europa continental que ponían en comunicación distintos mercados y sistemas de producción económica. 

En tanto espacio militar, la frontera se articulaba en torno a una densa red militar que protegía no sólo a los habitantes de la frontera misma, sino también a las ciudades que a uno y otro lado apoyaban desde la retaguardia el sostenimiento de atalayas y fortalezas, estableciéndose así una compleja relación entre la vanguardia militar y la retaguardia urbana. Una vanguardia militar cuyas poblaciones -fronterizas por definición- se articulaban como  “una sociedad organizada para la guerra”  cuyos protagonistas fueron a la par las poblaciones campesinas que conformaban las milicias concejiles, las órdenes militares (Calatrava, Alcántara, Santiago), la alta nobleza a cuyo cargo se hallaba la defensa del territorio y, en fin, los señores de la guerra que como Rodrigo Díaz de Vivar hicieron de la actividad militar una auténtica forma de vida que poco tenía que ver con ideales religiosos o “reconquistadores”. En el plano simbólico y discursivo, el espacio fronterizo se transformó asimismo en frontera ideológica cuya vanguardia militar se nutría de las ideas elaboradas por lo que podríamos denominar una “retaguardia intelectual” europea -en particular por el papado y por la congregación de Cluny- que a lo largo de los siglos XI, XII y XIII suministró el arsenal discursivo necesario para incentivar la lucha en contra del enemigo musulmán y que se materializaría en los discursos convergentes de la “guerra justa” y la “guerra santa”.

Estas nociones que constituyeron la noción de frontera durante la plena y la baja Edad Media en la península ibérica se proyectaron sobre el Nuevo Mundo a partir de los últimos años del siglo XV -cuando apareció para Castilla un nuevo horizonte histórico marcado por las fronteras marítimas- y en particular sobre el reino de la Nueva España, de tal suerte que, desde la perspectiva castellana, puede decirse que el proceso de conquista y colonización del territorio no fue otra cosa que una constante expansión de las fronteras de la Monarquía Hispánica que se insertaba, a su vez, en dinámicas históricas de muy larga data.

 

Para saber más:

  • Martín F. Ríos Saloma, “Las realidades fronterizas en la cronística castellana de la Baja Edad Media (s. XIII-XV): discursos y representaciones”, en García Fernández, Manuel et. al (eds.), Las fronteras en la Edad Media Hispánica (s. XIII-XV), Sevilla, Universidad de Sevilla, 2019, pp. 67-74. [En prensa]
Para citar: Martín Ríos Saloma, El concepto de frontera en la península Ibérica durante la Edad Media, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1177/1135. Visto el 21/04/2024