Embajadas y embajadores a fines de la Edad Media

El fortalecimiento de las monarquías europeas a lo largo de los siglos XIV y XV significó el incremento de las tensiones políticas entre ellas, las cuales se tradujeron, en muchas ocasiones, en conflictos armados donde los distintos reinos tuvieron que invertir numerosos recursos demográficos, financieros y tecnológicos. El costo de la guerra era muy alto y por ello los distintos reinos desarrollaron una importante actividad diplomática con el fin de defender sus intereses sin llegar al conflicto armado, privilegiando hasta donde era posible, la negociación, el acuerdo y los pactos. El monarca contaba con un órgano especializado para llevar a cabo esa labor de negociación, el cual se conocía como cancillería: el jefe de este organismo era el canciller y tenía bajo su custodia el sello del rey, que daba validez a los documentos que emitía. Como la comunicación entre los distintos soberanos se realizaba a partir de documentos escritos a los que se conocía como “diplomas”, la actividad de comunicación y negociación entre potestades diferentes se le acabó llamado “Diplomacia”.

Cuando el rey no quería comunicarse por carta con su interlocutor, enviaba a una persona encargada de transmitir personalmente su palabra; a esta persona se le acabó conociendo como embajador, pues era el que se hacía cargo de la “embajada” o asunto público a dirimir. El término embajada procede del occitano ambaissada y pronto pasó a otras lenguas romances como el francés, ambassade o el italiano ambasciata. En un principio las embajadas no eran permanentes, sino que una corte enviaba a otra a su embajador para tratar asuntos específicos tales como: acuerdos matrimoniales, acuerdos de paz, treguas, reclamaciones de límites fronterizos, acuerdos de navegación y comercio, etcétera.

A partir del siglo XVI se desarrolló y perfeccionó la actividad diplomática entre las potencias europeas y la embajada puntual dio paso a embajadas permanentes, es decir, un monarca designaba como su embajador a una persona, por lo general de origen noble, ante la corte de otro soberano por varios años. Ese embajador poseía un salvoconducto para garantizar su libre desplazamiento, contaba para su servicio con uno o varios secretarios e intérpretes conocedores de la lengua local, poseía inmunidad -es decir, que no se le podía apresar- y estaba obligado a enviar informes permanentes a su señor de lo que ocurría en la corte donde residía. Para evitar que estos informes cayesen en manos de los enemigos, en muchas ocasiones, se redactaban textos secretos o cifrados en códigos particulares que sólo la propia cancillería sabía interpretar. Ello dio nacimiento a intensas labores de espionaje y contraespionaje en toda Europa.

En el caso de la Corona de Castilla, el término empleado desde el siglo XIII para referirse a los embajadores era el de “mandadero”, según lo consignan las Partidas de Alfonso X. El oficio de embajador era considerado un cargo muy importante y de mucha honra porque era él el que portaba la palabra del rey y en última instancia lo representaba y se convertía a su vez en sus ojos y en sus oídos. Considerados como oficiales al servicio de la Corona, los mandaderos tenían que ser personas prudentes, sabias, elocuentes, leales, instruidas en las leyes y costumbres del reino y no debían ser codiciosos. Además, debían tener mucho cuidado de transmitir las palabras del rey tal y como éste las había dicho. No podían tomar ninguna iniciativa por su cuenta y debían esperar siempre las instrucciones de su soberano para actuar.

Hernán Cortés, que se hizo a la mar desde Cuba en febrero de 1519 sin la autorización de Diego Velázquez, representante de la autoridad del rey Carlos I. Sin embargo, se asumió a sí mismo como un embajador del monarca castellano que podía hablar y negociar en su nombre, violentando con ello la norma jurídica. El conquistador extremeño legitimaba sus acciones argumentando que había sido nombrado capitán -es decir, funcionario del rey-  por el cabildo de Veracruz y que realizaba todas esas empresas en servicio del monarca, al engrandecer sus dominios e incrementar el número de sus vasallos de forma significativa. El futuro marqués del Valle pretendía así que la fuente de su legitimidad fuese el trato directo, sin intermediarios, con el soberano.

Durante el recorrido que le condujo de las costas de Yucatán a la ciudad de México-Tenochtitlan, Hernán Cortés utilizó el repertorio de prácticas diplomáticas que eran comunes a la sociedad europea de su tiempo: intercambio de regalos, celebración de banquetes, entrevistas personales con el uso de traductores y registro escrito de lo que se acordaba con sus interlocutores. En ciertas ocasiones, como es sabido, con el fin de inspirar temor en los embajadores indígenas y en sus señores, Cortés violó la inmunidad que se presuponía a dichos emisarios y les maltrató de muchas maneras, pues sabía que éstos, a su vez, contarían fielmente ante los principales de su comunidad lo que habían presenciado.

 

Para leer más:

  • Semana de Estudios Medievales (Navarra), Guerra y diplomacia en la Europa occidental, 1280-1480, Gobierno de Navarra, Institución Príncipe de Viana. España, 2005.
Para citar: Martín Ríos Saloma, Embajadas y embajadores a fines de la Edad Media, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1069/1034. Visto el 17/04/2024