Los enconchados

Mediando el siglo XVII surgía en el virreinato de la Nueva España, una particular forma de expresión pictórica cuya singularidad radicó en la incorporación de incrustaciones de nácar en algunas partes de las composiciones. El desarrollo de los enconchados coincidió con el apogeo del barroco, una de las etapas más brillantes del periodo virreinal que, frente a los efectos de un pasado ya superado, generó las condiciones favorables y el contexto propicio para que las élites del poder criollo local demandasen nuevas fórmulas con las que expresar intereses específicos. Las pinturas enconchadas y la reinterpretación del arte de la plumaria resultaron las manifestaciones netamente novohispanas ideadas como emblemas de una identidad artística propia, frente a la tradición europea imperante.

Hasta mediados del siglo XVIII, la capital del virreinato se convirtió en el foco principal de elaboración de enconchados, propagándose desde aquí al resto de las ciudades novohispanas. En apenas un siglo la producción resultó notable, más de doscientas cincuenta obras documentadas, forjadas sobre los referentes indígenas, la tradición europea y la huella oriental, creadas en gran medida para ser remitidas a la metrópoli, como enseña de orgullo de la nobleza virreinal.

Parece que el origen pudiera situarse en el taller de los González, regentado por una amplia saga de pintores, que se especializó en la ejecución de pinturas embutidas en nácar. En dicho obrador se realizaron los principales encargos y se generaron los ejemplos de mayor calidad, como evidencian las obras conservadas en la propia ciudad de México, en diversos lugares de España y en la ciudad de Buenos Aires. La dedicación casi exclusiva de los González no coartó la producción de otros maestros que como Juan Correa, Agustín del Pino o Pedro López Calderón cubrieron con sus aportes la creciente demanda que posibilitó incluso, una manufactura anónima de calidad más discreta.

Durante algún tiempo los enconchados se consideraron artes decorativas, equiparados con los muebles y otros objetos que, como los instrumentos musicales, recurrieron a las incrustaciones de nácar y otros materiales como el marfil o el carey para embellecer las piezas, empleando una técnica estimada artesanal conforme las rígidas y convencionales clasificaciones artísticas decimonónicas. Desde ese planteamiento hoy superado, el género pictórico en sentido estricto, contemplaba únicamente las obras vinculadas a las técnicas tradicionales como el temple, el óleo o el fresco, conforme determinaban las propias ordenanzas del gremio de pintores, con lo que cualquier aplicación fuera de estos parámetros, como el uso del nácar transgredía la esencia y calidad de la pintura, de la misma manera que se entendía que la policromía, por superflua y accesoria, desmerecía a la escultura. Los González plenamente integrados en el gremio de pintores y al frente de uno de los talleres más importantes del momento, constataron con su actividad y autoría, la aceptación de esta nueva modalidad pictórica en el contexto artístico local que favoreció su creación, evidenciando el reconocimiento de una técnica  novedosa, no exenta de complejidad que, como demostraron los principales maestros concheros, requirió de la habilidad y la pericia de quienes la practicaron.

La ejecución de las piezas exigía un cuidado proceso en el que resultaba primordial la  preparación del soporte. En todos los casos se optó por la madera, de diferentes tamaños y calidades, para garantizar la firmeza que precisaba la aplicación de los pedazos de nácar, cuyo embutido dependería de la consecución de una superficie convenientemente pulimentada. Generalmente se optó por entelar los soportes con lienzo de lino, recubierto a su vez con una capa de yeso muy fino sobre la que se aplicaban los trozos de concha. Los análisis de algunas de las obras conservadas han revelado que en ocasiones se trabajó directamente sobre las telas adheridas a la madera, mientras que en otras, se alternaron las partes enteladas con superficies enyesadas, para facilitar las aplicaciones. Sobre la base cuidadosamente preparada, independientemente de la modalidad empleada, se definían mediante un dibujo, las áreas a cubrir con el nácar que se adhería al soporte con cola de animal.

La aplicación de las conchas se reservó para las figuras principales de los primeros planos, empleándose las lascas sobrantes de los cortes para realzar algunos detalles de las arquitecturas y fondos de paisaje. Las piezas de apenas unos centímetros de diámetro, de diferentes formas y grosores, se embutían cuidadosamente sobre las siluetas previamente definidas, disponiéndose con precisión sobre las vestiduras, evitándose los acoples excesivamente perfectos para favorecer el contraste de los materiales y realzar los tonos y brillos.  Sobre las incrustaciones se fijaba una nueva capa de yeso y cola, como paso previo a la aplicación de la pintura. Se recurrió a una gama cromática especialmente discreta para no restar vistosidad a las piezas, empleándose la técnica de las veladuras para resaltar la luminosidad del nácar y potenciar sus reflejos naturales. Para dirigir la mirada hacia las zonas más destacadas de las composiciones y acentuar el realismo, fue relativamente frecuente remarcar en negro los contornos de los personajes principales.

Los enconchados incorporaron los marcos como un elemento indisolublemente ligado a la pintura. Ejecutados con la misma técnica, los encuadres ensalzaron las piezas con exuberantes cenefas compuestas de flores, frutos y aves, unos espléndidos repertorios ornamentales tomados de las lacas japonesas que sirvieron como fuente de inspiración y uno de los principales referentes en el proceso de gestación de este producto netamente novohispano cuya identidad se logró sin renunciar a la tradición europea presente en la propia idea del enmarcado y la recuperación de las incrustaciones habituales en destacadas expresiones artísticas prehispánicas.

Frente a la producción individualizada destacaron las series enconchadas, compuestas por un conjunto de piezas que, en ocasiones, llegaron a superar los veinte elementos. La temática religiosa resultó prioritaria, desarrollándose secuencias narrativas tanto de naturaleza cristológica como mariana. Entre los asuntos particulares, la iconografía de la virgen de Guadalupe alcanzó un especial protagonismo, siendo las pinturas enconchadas una nueva vía de difusión de la iconografía guadalupana en todos los formatos y tamaños posible. Esta devoción promovida por la iglesia novohispana para afianzar la relación entre el Virreinato y la madre de Dios como garantía de protección del poder criollo,  se aunó a la perfección con la técnica de los enconchados en tanto que nueva forma de expresión identitaria.

Frente al tema religioso, la conquista de México fue el argumento por excelencia, elegido como argumento de los principales encargos promovidos por los virreyes y las élites locales, sirva como ejemplo las veinticuatro tablas enviadas por el conde de Moctezuma, virrey de Mexico en 1698 como regalo para Carlos II, conservadas en el Museo de América de Madrid.

Las obras que integraron estas series presentaban un esquema similar. Distintas escenas secuenciaban cronológicamente los diferentes episodios narrados en una misma tabla. Paisajes, arquitecturas y figuras de espaldas fueron los recursos empleados para independizar los hechos, referenciados con letras y números recogidos en las cartelas explicativas de los pasajes que remataban las composiciones, estableciendo la relación con los acontecimientos descritos en los textos.

Si los grabados de batalla europeos y los códices coetáneos sirvieron como inspiración para componer los enfrentamientos entre las huestes de Cortés y los ejércitos indígenas, las fuentes cortesianas permitieron elaborar el discurso narrativo, cuyas literalidades o licencias dependió de los intereses de los comitentes, quienes seleccionaron los pasajes a conveniencia, instrumentalizando la argumentación que les permitió equiparar a Cortes con el mismo Julio César. Del mismo modo los referentes culturales indígenas se interpretaron con libertad, de forma que la interpretación selectiva y las diferentes narraciones, dependiendo de las fuentes empleadas, generó un repertorio iconográfico variado evitando las repeticiones que la recreación literal seriada podría haber generado.

La mayor parte de estas series tuvieron un destino metropolitano, como presentes remitidos por las clases dominantes no con la intención de recrear glorias pasadas o reforzar el poder de la corona en tierras americanas, sino como muestras de orgullo de la sociedad criolla empoderada sobre la herencia de los conquistadores y sobre los episodios más sobresalientes del pasado indígena,  base de la conformación de una idea de patria americana sentida, que encontró en los enconchados una nueva forma de expresión plena de significado, más allá de la estricta novedad formal.

Para citar: Concepción Lopezosa Aparicio , Los enconchados, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/index.php/amoxtli/2546/2532. Visto el 27/03/2024