La Religión en la España de los siglos XV y XVI

Entre 1523 y 1550 llegaron a Nueva España alrededor de un centenar de frailes franciscanos, dominicos y agustinos para llevar a cabo una misión que, según ellos, les había sido encomendada por la Providencia: convertir al cristianismo a los idólatras recién conquistados por Hernán Cortés y ganar sus almas para el cielo. Algunos de ellos eran egresados de prestigiosas universidades, otros realizaron sus estudios en las casas de sus órdenes; había quien profesaba convicciones religiosas de avanzada y quien se aferraba a posturas tradicionales, pero todos provenían de conventos donde se practicaba con gran rigidez el ideario original de sus órdenes. Su actuación y sus ideales eran producto de un proceso cultural y religioso cuyo eje temporal se sitúa entre la época de Isabel I y la subida al trono del Sacro imperio Romano Germánico en 1519 de su nieto Carlos I. Lo sucedido en Castilla y en Europa durante esas cinco décadas marcó profundamente los siglos futuros.

Castilla era, en la segunda mitad del siglo XV, una sociedad abierta. Por un lado, en ella se consumaba un largo proceso de convivencia y de intercambios entre las tres religiones monoteístas que formaron el bagaje espiritual de Occidente, proceso que también en esta época sufrió una brusca ruptura; por otro lado, Castilla continuó recibiendo por los caminos del comercio o de las rutas de peregrinación, como lo hizo durante siglos, los movimientos culturales nacidos allende los Pirineos.

Desde Francia y como parte de los innumerables aportes llegados por el llamado camino francés, arribó a la península ibérica la teología escolástica universitaria centrada en discutir las cuestiones de la Summa theologica de Tomás de Aquino. Siguiendo la ruta por la que habían penetrado las reformas benedictinas de Cluny y del Cister, se introdujo desde el siglo XIII una concepción que intentaba armonizar la fe y la razón, cabalgando sobre las espaldas de una orden religiosa que había nacido precisamente en Castilla con Domingo de Guzmán, clara muestra de este doble flujo de influencias.

De Flandes y de Holanda, por su parte, llegaron otro tipo de movimientos que desde el siglo XIV introdujeron aires  renovadores en la vida religiosa. El agotamiento de la escolástica después de Tomás de Aquino había favorecido en esos territorios el desarrollo de una religiosidad intimista que se enfrentaba tanto al racionalismo teológico como al devocionalismo popular y que buscaba en la imitación de Cristo el camino más seguro de salvación. La Devotio Moderna y todos los otros movimientos de renovación cristiana conocidos como Philosophia Christi (asociados con el regreso al evangelio primitivo, con la interiorización religiosa y con el estudio de las fuentes clásicas y bíblicas) tuvieron en Castilla una fuerte presencia.

También de Flandes y de Alemania, pero sobre todo de Italia, partió una tercera vía religiosa, aquella relacionada con la mística franciscana y con una religiosidad femenina visionaria alimentada con imágenes corporales y con alegorías matrimoniales, desbordante de emotividad y centrada en la humanidad de Cristo y de la Virgen. La presencia de las órdenes terceras de san Francisco y santo Domingo fue determinante para el impulso de esta religiosidad laica que también tuvo en Castilla un gran impulso.

Sin embargo, el impacto que tuvieron esos movimientos en el ámbito castellano no puede ser explicado sólo por la presencia de contactos constantes con el resto de Europa. Una rica religiosidad popular parcialmente cristianizada (que había sido impulsada por los mendicantes desde el siglo XIII y que se expresaba en cultos a imágenes y a reliquias y en una gran gama de devociones) llenaba el espacio afectivo de los castellanos y fertilizaba el terreno para recibir las más extremas posiciones religiosas. Al igual que en el resto de Europa, esa religiosidad popular contrastaba con un abierto anticlericalismo, reflejo de los privilegios económicos y sociales que detentaban amplios sectores eclesiásticos y de la cuestionable probidad moral de muchos de sus miembros. Pero Castilla poseía además, a diferencia de la mayor parte de la cristiandad europea, una realidad religiosa plural con la que había convivido por centurias. La presencia de Al Andalus y de Sefarad le dieron condiciones excepcionales, no sólo como transmisora de una rica experiencia multicultural sino también como receptora abierta a las influencias más variadas.

De manera simultánea, el cardenal Francisco Ximénez de Cisneros, apoyado por la reina Isabel, llevaba a cabo una reforma de las órdenes religiosas en la cual serían formados los religiosos que comenzaron a pasar a las misiones, primero a las Antillas y después a Nueva España y Perú. Ese movimiento buscaba regresar a los principios básicos del cristianismo primitivo y rescatar los temas del amor al prójimo y de la primacía del comportamiento moral sobre los rituales exaltados provenientes de una tradición que mezclaba paganismo y cristianismo.

Es indudable que el ascetismo místico, la floración teológica, las críticas a la religión popular y el expansionismo misionero del siglo XVI deben mucho a dicha reforma. Pero éste fue también el tiempo en que se dio la ruptura de la tolerancia y de la convivencia entre las tres religiones. La expulsión de los judíos, la imposición de una brutal represión inquisitorial, la censura de todo lo que se publicaba, tanto dentro como fuera de España, cerró para Castilla (y para sus posesiones americanas) las posibilidades de diálogo con una Europa que estaba llevando a cabo una reforma mucho más radical que la de Isabel, y con más profundas consecuencias para la vida cultural del Occidente. 

Para citar: Antonio Rubial García, La Religión en la España de los siglos XV y XVI, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/700/690. Visto el 26/03/2024