Hernán Cortés y la fabricación de la monarquía global hispana     

Hacia 1420, el imperio chino era una talasocracia, una entidad política gobernada por gentes del mar. Sus arrojados comerciantes y navegantes iban muy por delante del resto. Dominaban las rutas del océano Índico hasta Etiopía, poseían papel y pólvora y habían inventado la brújula. Fue, sin embargo, una lejana y superpoblada península de Asia llamada Europa, en concreto algunas de sus ciudades-Estado costeras, regidas por patriciados volcados al mar –Sevilla, Lisboa, Bristol, Génova, Amsterdam, entre otras-, la que puso en marcha la definitiva globalización, entendida como conexión permanente entre geografías y humanidades, cuyo último instante define nuestro presente.

En este contexto de historia global, lo que llamaron desde el siglo XVI “descubrimiento de América” fue en realidad la reconexión de un continente que, por largo tiempo, fue un “eslabón perdido” para los demás. Previamente, durante centenares de miles de años, Eurasia estuvo vinculada con América, así llamada, no lo olvidemos, solo desde 1507. El Re-nacimiento europeo, la mirada que se retoma a la antigüedad clásica, Grecia y Roma, encaja con la Re-conexión de América, su enlace definitivo con el resto del orbe.

Cabe preguntarnos, si pudiéramos viajar a aquel instante, e imaginar cuál era el horizonte de expectativa para quienes la gobernaban, sobre el impacto que supuso la caída del imperio de los Aztecas en manos de la hueste española de Hernán Cortés y sus múltiples y decisivos aliados indígenas mesoamericanos, para el desarrollo futuro de la monarquía global hispana. La respuesta se nos antoja obvia. Hasta entonces, los “Reinos de Indias”, en rigor un invento posterior, apenas fueron un entramado de itinerarios marítimos, islotes y puertos inestables. Sin el dominio previo y jamás proyectado del imperio de los Aztecas, el emperador Carlos V no hubiera tenido que plantearse la consolidación de un aparato de control burocrático y de control que estuvo representado por el Consejo de Indias, fundado, no por casualidad, tras la toma de Tenochtitlan, en 1524.

En verdad, el descubrimiento de América abrió la frontera de Occidente con consecuencias apenas imaginables. De acuerdo con la clásica tesis de Walter P. Webb, Europa se convirtió en una verdadera metrópoli y América en su gran frontera. En 1492, los cien millones de europeos ocupaban una extensión de poco más de seis millones de kilómetros cuadrados. En pocas décadas, la superficie de la tierra en la que estaban presentes se multiplicó por cinco, la densidad de población se contrajo a una sexta parte de la preexistente, el comercio de valiosas y extrañas mercancías se multiplicó, se difundieron comidas y bebidas deliciosas, oro y plata se traficaron en cantidades inimaginables. El mundo “se hizo uno” -e incomprensible- En una “Memoria” dirigida en 1524 al patriciado de la ciudad andaluza de Córdoba, el humanista Hernán Pérez de Oliva señaló que era preciso impulsar la navegación del río Guadalquivir, “porque antes ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio, con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio”.

Es posible interpretar esta “mudanza de fortuna” como la conversión brutal de una incipiente aventura de viajes marítimos dispersos en un imperio global, terrestre y articulado en una red de ciudades, pues estas fueron el sustento de la monarquía española, cuya capital global por cierto no fue Madrid, sino México. Todo ello ocurrió luego de 1521 y correspondió a la gestión de crisis que precipitó la conquista cortesiana y la integración de sus aliados indígenas en la estructura política monárquica carolina.

Con anterioridad a esta forzosa integración de la antigua Mesoamérica en el reino de Castilla, las Indias apenas servían como plataforma para continuar más allá, en busca de Asia y de las especias, lo que todos buscaban, junto a “algunos cristianos”, como contó el navegante portugués Vasco de Gama, tras llegar entre cañonazos en 1498 a la India. La experiencia portuguesa definió la ruta y la narración de los descubrimientos marítimos, que fue transferida por varios golpes de fortuna, varias transferencias de experiencia y conocimiento náutico, a los castellanos. Primero, con el viaje de Cristóbal Colón a las Antillas en 1492 y los que le siguieron. Segundo, con el improvisado periplo de circunnavegación de Magallanes –otro renegado, otro descartado por la corona lusa- culminado por el capitán Juan Sebastián Elcano, navegando por el Índico y el Atlántico para llegar a Sanlúcar en España en 1522, tras completar la primera vuelta al mundo.

Hernán Cortés, que pronto tuvo noticia de ello, no se quedó mirando, pero tampoco pudo hacer mucho. Su instante de gloria marcó su declive. La conquista del que sería Virreinato de Nueva España abrió de inmediato los itinerarios de Asia y de China. Lo que todos buscaban no era México, que era si acaso una promesa por organizar e integrar.

Visto en perspectiva, el aprendizaje del gobierno monárquico se había logrado. Los reyes católicos, ante la ruinosa y peligrosa empresa americana, habían firmado desde 1500 capitulaciones al modo de contratos con particulares que ponían sus personas y ahorros en la empresa ultramarina a cambio de un permiso y una cobertura legal. El pobre Vasco Núñez de Balboa intentó en Panamá escapar a este esquema de control jerárquico y por eso perdió, literalmente, la cabeza. Hernán Cortés, en cambio, salió con ventura del envite, solo y exclusivamente porque tuvo capacidad de negociación y arrastró, desde el principio, poderosos aliados indígenas capaces de convertirse, como así ocurrió, en “grandes de España”. En la misma gloria se hallaba, sin embargo, su instantáneo declive.

Para citar: Manuel Lucena Giraldo, Hernán Cortés y la fabricación de la monarquía global hispana     , México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2839/2831. Visto el 27/03/2024