¿Y si nos tomamos en serio la victoria tlaxcalteca?
Septiembre de 1521. Los tlaxcaltecas habían vencido a sus grandes rivales, los mexicas de Tenochtitlan y Tlatelolco. Con seguridad se sentían vencedores de una guerra que había durado cerca de dos años y que les había costado innumerables pérdidas materiales y humanas, pero de la que salían ampliamente victoriosos. El triunfo sobre los mexicas no sería el único ni el último que los tlaxcaltecas tendrían en la primera mitad del siglo XVI; sus ejércitos participaron posteriormente en las guerras y alianzas de conquista en el Pánuco, el noroccidente mexicano, Centroamérica, Perú, Chile y Filipinas.
Los vencedores de las guerras y sus descendientes conservarían y consolidarían su poder político y social al interior de Tlaxcala. Las familias gobernantes de Tizatlán y Ocotelulco, los Xicotencatl y los Maxixcatzin, respectivamente, preservarían su lugar de privilegio social y político en Tlaxcala durante los siguientes tres siglos. Otras familias, como los Calmecahua, ganaron poder político y social gracias a las acciones bélicas de Don Antonio Calmecahua en la guerra contra Tenochtitlan y Tlatelolco. Su territorio nunca fue reducido y fundaron colonias en Oaxaca, Centroamérica y el norte de México.
También fueron reconocidos individual y colectivamente por sus aliados, los españoles. Los gobernantes y generales tlaxcaltecas participantes en las guerras y alianzas de conquista ganaron para sí y sus descendientes escudos de armas europeos que les daban privilegios dentro del ordenamiento jurídico español; también, Tlaxcala ganó el status de Ciudad, lo que le daba autonomía e independencia con respecto a las jerarquías burocráticas imperiales; las familias tlaxcaltecas que fundaron colonias en lo que hoy es el norte de México obtuvieron colectivamente el trato de hidalguía. Este reconocimiento no cesó en el siglo XVI, sino que en el siglo XVIII las Leyes de Indias aún guardaban prerrogativas especiales para los tlaxcaltecas de las que excluían a cualquier otro colectivo dentro del imperio español.
“La conquista” no significó para los tlaxcaltecas el fin de su poder político o militar, la ruina de sus tradiciones o la extinción de sus lenguas. Fueron vencedores de lo que se conoce como “conquista”, así se consideraron por tres siglos y así fueron reconocidos por sus aliados. Sin embargo, y aunque parezca paradójico, la historiografía tradicional insiste en ver a los tlaxcaltecas como un pueblo conquistado y en interpretar todo gesto de reconocimiento por parte de los españoles como una prueba de sumisión tlaxcalteca.
En México y en América Latina, se suele interpretar la historia en términos raciales. Se imagina la confrontación de la conquista entre dos grupos racial, cultural y políticamente homogéneos: por un lado, los vencedores “blancos” representados en la comitiva liderada por Cortés y, del otro, los vencidos “indígenas”, acotados a única y exclusivamente los mexicas de Tenochtitlan y Tlatelolco. Los tlaxcaltecas, al ser definidos retrospectivamente como indígenas, se encontrarían definitivamente en el bando derrotado.
Este tipo de simplificación racista olvida que los bandos estaban lejos de ser así de homogéneos. Del lado vencedor se encontraban, en abrumadora mayoría, pueblos mesoamericanos aliados en contra de México-Tenochtitlan y México-Tlatelolco: cempoaltecas, texcocanos, otomís, xochimilcas, tlaxcaltecas entre muchos otros, representaban más del 90% del ejército vencedor.
Sus aliados, los “españoles”, tampoco pueden ser definidos como el epítome de la cultura “blanca” o europea. Se olvida que grandes colectivos, como los liderados por Diego Velázquez, y de quien Pánfilo de Narváez es uno de sus más conocidos y trágicos representantes, resultaron derrotados en los eventos que derivaron en la caída de Tenochtilan y Tlatelolco.
Aún Cortés y los suyos no gozaron de la fama y la fortuna que creyeron merecer por haberse considerado conquistadores de México. Ninguno de ellos logró consolidar una dinastía política a la altura de los Maxixcatzin, los Xicotencatl o los Calmecahua. Si el imperio español logró imponerse en algunas partes de América a través de sus burócratas oficiales, fue gracias a que pudieron derrotar política, diplomática y, en algunas ocasiones, militarmente a la primera generación de conquistadores ibéricos.
Considerar que la victoria de la llamada “conquista” pertenece única y exclusivamente a Cortés y a los suyos, y en consecuencia a los españoles en conjunto, es magnificar su poder de acción y de decisión dentro de un ejército dentro del cual siempre fueron una minoría ínfima. Los españoles no pudieron liderar al gran ejército aliado mesoamericano, pues no conocieron su organización militar, social ni política, y desconocían totalmente las lenguas nativas.
No quiero con esto justificar la violencia ejercida por grupos de mercenarios europeos en América, ni ocultar tampoco los avances del colonialismo de ciertos imperios europeos en algunas (no todas) partes de América. Solo ponerlo en su justa proporción. Aunque Cortés se sintió como el único conquistador de México y muchos lo siguen considerando de esta forma, no podemos seguir ocultando, ignorando o vilipendiando las participaciones mesoamericanas dentro del bando vencedor de las guerras y alianzas de conquista. Debemos tomar en serio la victoria tlaxcalteca. Reconocer su masiva participación y protagonismo es también reconocer a los pueblos mesoamericanos como constructores de la Nueva España y de lo que hoy es México. Lejos de las concepciones que consideran que la “conquista española” (en singular y con ese adjetivo) fue la ruina de la tradiciones y culturas americanas, y que solo cabe pensarnos en América Latina a través de nuestra asimilación a la cultura europea a través del mestizaje, el caso del éxito tlaxcalteca nos sirve para repensarnos y reconocernos como protagonistas de nuestra propio pasado, presente y futuro.