El viaje a la mejor tierra del mundo

Tras la fundación de Veracruz, muchos de los europeos instalados en las islas del Caribe se sintieron atraídos por la tierra nuevamente descubierta. Después de la numerosa armada de Pánfilo de Narváez, siguieron llegando barcos desde las islas. Pronto se despacharon navíos desde Castilla con destino a Yucatán, nombre empleado antes de que se generalizase el de Nueva España. En 1521, según recordó Bernal Díaz del Castillo, llegó el tesorero Julián de Alderete, y también el franciscano fray Pedro Melgarejo de Urrea, que meses después participaron en la toma de Tenochtitlan. Las noticias que se difundieron sobre el territorio aumentaron las expectativas para viajar a la Nueva España, tierra que Cortés calificó, en septiembre de 1521, como la «mejor del mundo». El efecto de «llamada» animó a muchos peninsulares a realiza la travesía, de la misma manera que también algunos naturales de las Indias viajaron a Castilla por razones diversas, a menudo en compañía de algún español. En 1519, con los procuradores de Veracruz, Francisco de Montejo y Alonso Hernández Portocarrero, cruzaron el Atlántico seis indígenas (cuatro hombres y dos mujeres) y casi una década después viajaron con Cortés más de treinta. Pero ¿qué trámites había que hacer antes de iniciar la travesía?, ¿cuánto costaba el viaje?, ¿cuáles eran las condiciones en las embarcaciones?

A inicios de 1503 se creó en Sevilla la Casa de la Contratación de las Indias. Sus oficiales eran los encargados del despacho de las embarcaciones y del control de los pasajeros. Por ello, todo aquel que deseaba hacer la travesía atlántica tenía que desplazarse hasta la ciudad del Guadalquivir, desde cuyo puerto fluvial zarpaban algunas embarcaciones. La Corona, en su afán de controlar quiénes pasaban, dispuso desde fechas tempranas numerosas normas que prohibían ir a las Indias a los moros, judíos o nuevamente convertidos a la fe cristiana. Los extranjeros sólo podían hacerlo si contaban con autorización.

Para viajar a las Indias se necesitaba una licencia expedida por el rey. El siguiente trámite era presentarse en la Casa de la Contratación para obtener la licencia de embarque. Los oficiales de la Casa examinaban la licencia y comprobaban que el que la presentaba no pertenecía al grupo de los prohibidos en la legislación. Inicialmente recibían el juramento de varios testigos pero, a partir de 1534, se generalizó la presentación de una información. Esta tenía que realizarse en la localidad de origen del pasajero ante escribano, y en ella varios testigos eran preguntados sobre si era cristiano viejo, el conocimiento de sus antepasados, su estado civil o si tenía votos religiosos. Ambos documentos Licencia e información eran examinados en la Casa de la Contratación y, si no se advertía sospecha sobre su autenticidad, se procedía al registro de los datos en el Libro de asiento de pasajeros. En el registro se anotaba su nombre, filiación, naturaleza o vecindad, el destino y quien era el maestre del navío en el que realizaría el viaje.

Se conservan registros de pasajeros desde diciembre de 1509 pero son discontinuos y hay notorias lagunas. Así, faltan los de 1518 a 1525, importantes para las salidas hacia la Nueva España, por lo que se desconoce los datos de los que pasaron en esos años. Con los «papeles en regla» se entregaba al pasajero la licencia de embarque, que venía a ser el billete y «pasaporte» de la época, pues en ella, además de su nombre, en ocasiones también su edad, se reflejaba el destino, el nombre de la embarcación y se anotaban los rasgos distintivos del pasajero («un lunar debajo de la oreja», «algunas pecas», «carirredonda», «con marcas de viruela», «de veinte años y tiene los dientes grandes», etc.) de manera que fuese fácil su identificación y evitar que otra persona lo suplantase. Al maestre de la embarcación se le facilitaba la relación de pasajeros que llevaba y, por ella, se guiaban los oficiales de la Casa en la inspección previa al despacho del navío.

Otros muchos lograron viajar a las Indias al margen de lo dispuesto en la legislación, pues las vías para sortear el control de la Casa de la Contratación fueron muchas. En Sevilla había intermediarios que proporcionaban los «papeles» que había que presentar. Así, quien no tenía licencia, podía comprarla e incluso se publicitaba sin reparos a quién preguntar y dónde obtenerla. También se podía conseguir la información en Sevilla presentando testigos que declaraban conocer al pasajero de toda la vida y que no era de los prohibidos, aunque la realidad fuese otra. Cuando no era posible obtener los papeles, algunos optaron por pasar como «criado» de otro o acceder al navío como polizón, conocidos en la época como «llovidos» porque, alejada la embarcación de la costa, aparecían como llovidos del cielo; también por ocupar una plaza de marinero, sobornar al maestre o incluso intentar el embarque en la escala de las islas Canarias, donde la vigilancia era menor. Si en la Casa de la Contratación se descubría el fraude, se actuaba contra los infractores. Los procesos conservados son los que descubren las vías y formas utilizadas para los viajes al margen de la ley.

Antes de embarcar, los pasajeros debían reunir su matalotaje, es decir, todo lo necesario para su acomodo en la embarcación y mantenimiento, pues cubrir las necesidades durante la travesía era prevención suya. Sevilla contaba con una amplia oferta de proveedores para adquirir los alimentos y todo tipo de enseres. El problema era que los precios se incrementaban en los meses previos al despacho de las embarcaciones, lo que llevó a intervenir al ayuntamiento de la ciudad para evitar los abusos. Los alimentos (bizcocho, carne de puerco, cecina, queso, pescado salado, cebollas, agua, aceite, vino, legumbres, almendras, pasas, membrillos, etc.) eran acomodados en cestos, toneles, tinajas, ollas, cajas o baúles, en los que también se guardaban los enseres necesarios para prepararlos durante la travesía. El consumo de los frescos se reducía a las primeras jornadas, aunque también se embarcaban animales vivos que se sacrificaban durante el viaje. El matalotaje se completaba con todo lo necesario para descansar en la noche (colchón, almohada y mantas) y que, en caso de necesidad, servía de mortaja. Algunos fueron previsores e incluyeron una pequeña botica con medicinas, ungüentos y azúcar rosado. Otros, por lo que pudiera pasar, dispusieron testamento expresando sus últimas voluntades.

Los pasajeros tenían que concertar su viaje con el maestre de la embarcación. A menudo, el acuerdo se hacía mediante una carta de flete ante escribano, reflejando el precio del pasaje, que se abonaba en el puerto de llegada y, en caso de viajar en una cámara, su coste y localización en el barco. La cámara era un espacio acotado que permitía cierta intimidad, aunque de dimensiones reducidas (la ordinaria tenía siete pies de ancho y ocho de largo). El precio del pasaje a la Nueva España se incrementó de seis a veinte ducados a lo largo del siglo XVI.

Los pasajeros compartían el espacio con la tripulación y la carga, por lo que el acomodo no era fácil y la libertad de movimientos escasa. En 1534 se estableció que en una embarcación de cien toneladas no fuesen más de treinta pasajeros, que se sumaban a la treintena de hombres de la tripulación. No todos los cuerpos se adaptaban al continuo movimiento del barco y a las incomodidades se sumaba la falta de higiene y privacidad, así como, en ocasiones, tener que convivir con ratas y pulgas, molestos compañeros de viaje. El tiempo a bordo tenía sus ritmos, marcados por los cambios de la ampolleta o reloj de arena que los grumetes hacían cada media hora con una cantinela. En ocasiones, los pasajeros se distraían jugando a las cartas y a los dados, pescando o escuchando las lecturas que compartían los que habían embarcado algún libro y sabían leer.

La ruta seguía la descubierta por Colón y el itinerario quedó definido en la segunda mitad del siglo XVI con el despacho escalonado de la Península de dos flotas, la de la Nueva España y la de los galeones de Tierra Firme, que se reunían en el puerto de La Habana para el viaje de regreso. Las embarcaciones se cargaban en Sevilla y navegaban el río Guadalquivir hasta Sanlúcar de Barrameda, puerto del que también zarpaban otras embarcaciones para dirigirse a las islas Canarias, última escala antes de adentrarse en el océano. La duración del viaje dependía de numerosos factores como la pericia del piloto y el aprovechamiento de los vientos alisios. Tras veinticinco o treinta días de navegación se avistaban las pequeñas Antillas y hasta Veracruz se empleaban hasta veinte días más. Según fray Gerónimo de Mendieta, los doce frailes franciscanos que viajaron a la Nueva España en 1524 salieron de Sanlúcar de Barrameda el 25 de enero y desembarcaron en San Juan de Ulúa el 13 de mayo. Descontando las escalas de descanso en Puerto Rico y Santo Domingo, estuvieron navegando casi dos meses (53 días); en otras travesías los pasajeros llegaron a pasar en el mar cuatro meses antes de llegar a Veracruz, descrito por los pasajeros como lugar inhóspito y malsano. Algunos viajes fueron tranquilos y otros tan difíciles que más de uno, tras llegar a puerto, decidió no volver a embarcarse por temor a la mar y los infortunios sufridos.

En los viajes de regreso, los navíos que salían de Veracruz se reunían inicialmente en Santo Domingo y, más adelante, en La Habana, trayecto que cubrían en unos treinta y tres días de media. Hasta la Península todavía había que navegar unos cincuenta días, aunque, en ocasiones, el trayecto se hacía en mucho menos tiempo. En los viajes de retorno, a los peligros propios de la navegación se sumaban otros sobresaltos, como la presencia en el horizonte de embarcaciones de piratas y corsarios, sobre todo en las inmediaciones de las Azores. Allí, en 1522, se vieron sorprendidas aquellas en las que Cortés envió al emperador la recámara de Moctezuma.

Sin duda, antes de iniciar el viaje muchos pasajeros a la Nueva España tuvieron muy presentes los avisos de sus parientes en las «cartas de llamada», sobre los trámites, la duración de la travesía y cómo preparar el matalotaje pues, como escribió una mujer desde México a su familia, «para los hombres se hicieron los caminos». Solo quedaba recomendar: «Que cobréis ánimos para este viaje».

Para leer más:

  • José Luis Martínez, Pasajeros de Indias. Viajes transatlánticos en el siglo XVI, México, Fondo de cultura Económica, 1999.
Para citar: María del Carmen Martínez Martínez, El viaje a la mejor tierra del mundo, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2584/2576. Visto el 24/04/2024