Desmitificar la cristianización y sus violencias

En su amoxtli “La evangelización como conquista”, Antonio Rubial describe con detalle los vínculos estrechos que existieron entre la guerra que llamamos conquista de México y la subsecuente imposición de la religión católica entre los pueblos mesoamericanos, la llamada “conquista espiritual.”. En este amoxtli, nosotras dialogamos con sus ideas. Si en las últimas décadas ha quedado más que claro que la llamada “conquista española de México” no existió realmente y tampoco fue la hazaña singular de Hernán Cortés y sus hombres, a quienes tanto nos gusta exaltar, lo mismo debemos decir de la cristianización que la siguió: ni fue una conquista espiritual como tal ni fue realizada propiamente por los frailes franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas a quienes tanto nos gusta idealizar. Para ello analizaremos cuatro puntos similares a los que han servido para desmontar la idea de conquista española.

 

LA PARCIALIDAD DE LA FUENTES:

Durante muchos siglos creímos que los españoles habían conquistado México porque seguimos exclusivamente los relatos producidos por ellos mismos, en particular las Cartas de relación de Hernán Cortés.  Hasta que no comenzamos a leer y a tomar en serio las historias de los indígenas conquistadores que constituyeron el 99% de su ejército nos dimos cuenta que la historia de Cortés no es un relato confiable de los hechos y que la verdadera historia de la conquista está por escribirse.

De manera similar casi todas las historias de la “evangelización” se basan en los relatos de los propios frailes, mismos que exageran sus propios méritos, iniciativas, capacidades y poderes por razones muy similares a Cortés: vanagloria propia, interés por obtener recompensas, parcialidad contra sus rivales. Si hemos de creerles, los frailes no sólo eran hombres de virtud y conocimientos extraordinarios, con dotes lingüísticas que los hacían casi capaces de hablar en lenguas, sino que además gozaban del don de la ubicuidad, pues es frecuente que se diga que estaban en varios lugares apartados al mismo tiempo, convirtiendo a los indios por millares en cada uno.

En los hechos, las cosas son muy diferentes. Si reconocer que los españoles eran menos del 1% del ejército que tomó México-Tenochtitlan ha cambiado nuestra idea de la conquista, lo mismo debe pasar cuando admitamos que la proporción de los “evangelizadores” católicos era de a 1,000: nunca fueron más de un par de millares frente a una población de un par de millones al menos. Cuando menos, deberíamos cuestionar su capacidad para realmente alcanzar a tantas personas y modificar sus ideas, prácticas y creencias tan profundamente como pretendían.

Lamentablemente no contamos con tantas historias de la cristianización escritas por los mesoamericanos porque tal tema era demasiado peligroso, pues podían ser perseguidos o incluso muertos por criticar a la religión. Sin embargo, leyendo entre líneas en los textos e historias visuales producidas durante el periodo colonial encontramos elementos para ir construyendo una historia diferente. Por eso, podemos afirmar que los relatos de los frailes son altamente cuestionables y que no conocemos la historia de la cristianización.

 

LA FÁBULA PASTORAL

Más allá de que las historias evangelizadoras resultan increíbles en términos fácticos y materiales, también debemos cuestionar la relación que establecen entre los “evangelizadores” y los “evangelizados”.

En sus crónicas los frailes idealizan su propio papel y sus propias acciones, presentándose como “apóstoles”, mensajeros virtuosos y desinteresados de la palabra de Dios, inspirados sólo por su “amor” por los indios y por el deseo de lograr su salvación. Estos en turno son presentados como catecúmenos casi infantiles, tan inocentes como ignorantes, siempre ávidos por contemplar la luz de dios, fieles alumnos de los padres, agradecidos receptores de todos los “bienes” espirituales que les prodigaban. Esta visión idílica es altamente cuestionable, tanto por su claro cariz interesado y auto-celebratorio, como por su carácter etnocéntrico y paternalista. En el caso de autores modernos como Robert Ricard, la exageración de las virtudes de los salvadores europeos y de los defectos de los indios paganos asume un carácter abiertamente racista.

Los sacerdotes católicos eran actores humanos, políticos y sociales con intereses complejos y contradictorios, los indígenas que tuvieron que interactuar con ellos también. Ya no debemos seguir reduciendo la complejidad de alianzas, negociaciones, coincidencias, confrontaciones, ocultamientos, persecuciones, amenazas que debieron correr entre ellos a la fábula tan increíble como cursi del catecismo paternalista del buen padre y sus devotos discípulos. Ese tipo de narrativas tienen lugar en la literatura religiosa edificante, no en el análisis histórico serio.

 

LAS CAPACIDADES EXAGERADAS Y SU IMPACTO LIMITADO

Los conquistadores presumían el poder de sus armas y sus caballos, y desde luego el apoyo de su Dios, para explicar cómo hicieron lo que no hicieron, conquistar ellos solos a los indios. De manera similar los cronistas religiosos presumían el poder de su verdad católica (la palabra de Dios), de su tecnología de comunicación (el conocimiento de idiomas y la escritura) y de su cultura en general (la policía y el buen gobierno) sobre las de los indios y así pretendían explicar cómo hicieron lo que no hicieron: evangelizar ellos solos a los infieles. Veamos por qué estas razones son mucho más endebles de lo que hemos admitido.

Para muchos historiadores de tradición católica, la verdad religiosa tiene una fuerza propia como “revelación” de la voluntad y la sabiduría divina y como vehículo de la salvación. Los frailes del siglo XVI tenían la convicción absoluta e inquebrantable de la verdad de su predicación y pensaban, además, que los indios, como hijos de Dios, debían tener la razón natural para comprenderla y aceptarla, puesto que su alma buscaba la salvación por medio de ella. Estas explicaciones, sin embargo, no funcionan fuera del ámbito de la convicción religiosa. Estudios recientes de las conversiones entre los pueblos indígenas demuestran que a ellos en general les interesan más los aspectos corporales de las religiones, como las leyes sobre qué se debe comer, cómo hay que vestirse y qué rituales hay que realizar, que sus aspectos doctrinarios, es decir las “creencias” o “verdades”.

Por otro lado, es cierto que los sacerdotes católicos lograron traducir doctrinas, catecismos, confesionarios y otros textos religiosos a más de 15 idiomas nativos y que imprimieron numerosos libros con este tipo de textos. Pero estos idiomas eran tal vez la décima parte de los que se hablaban en el territorio de lo que hoy es México y los libros tuvieron una circulación muy limitada, entre los propios miembros de la iglesia, sobre todo, y no fueron conocidos por la inmensa mayoría de la población que ni siquiera sabía leer. Además, como señala Rubial, estos manuales en lenguas indígenas servían en verdad para que la mayoría de los frailes que no las hablaban bien pudieran comunicarse a medias con los mesoamericanos: eran testimonios de la poca capacidad de comprensión de la Iglesia, no de lo contrario.

Por si esto fuera poco, los trabajos recientes de Berenice Alcántara, Diana Magaloni, Mario Sánchez,  y muchos otros investigadores han mostrado que los escribanos indígenas fueron quienes en verdad escribieron y transcribieron estos textos en sus propias lenguas, quienes los ilustraron con imágenes pertenecientes a su tradición pictográfica, y quienes introdujeron en ellos elementos claves de sus propias ideas y prácticas religiosas, a veces probablemente sin que los frailes las alcanzaran siquiera a detectar. Obras enteras se han dedicado también a analizar las ambigüedades, multiplicidad de sentidos y contradicciones que implicó que los frailes utilizaran el término náhautl téotl para referirse a su Dios. Esto demuestra que utilizaban,pero no necesariamente dominaban las lenguas indígenas y sus códigos de comunicación y que tampoco podían imponer conceptos y palabras a los hablantes nativos. Reconocerlo pone en entredicho que hayan sido capaces de convertirlas en instrumentos de conversión y dominación tan eficaces como sueñan Serge Gruzinski y otros autores.

 

VIOLENCIA Y CRISTIANIZACIÓN

Como señala Rubial, la cristianización es inseparable de la violencia de la conquista militar. Lo es aún más de la violencia ejercida por los propios sacerdotes: la destrucción de los templos, imágenes, libros y objetos religiosos, la prohibición violenta de los cultos antiguos, el castigo brutal y espectacular a los gobernantes que lo practicaban, que fueron torturados, ahorcados, quemados y desheredados. Es significativo que el testimonio indígena más detallado que tenemos de la conversión, la Descripción de Tlaxcala de Diego Muñoz Camargo ilustre tan profusamente estos brutales actos de iconoclastia, homicidas y de persecución religiosa. En los textos mayas del siglo XVIII se encuentran también los ecos del brutal auto de fe encabezado por Diego de Landa en Yucatán doscientos años atrás.

Sin embargo, Inga Clendinnen y otros autores han demostrado que estos actos de violencia españoles fueron más espectaculares que eficaces. Los castigos a los “caciques idólatras” fueron pronto evitados por sus impactos negativos, y Landa quemó apenas unos cuantos libros. El gobierno colonial y los propios sacerdotes se dieron cuenta que no podían matar a todos sus aliados y vasallos, menos perseguir y castigar al grueso de la población, so pena de destruir su propio dominio. La persecución religiosa más violenta fue detenida porque ponía en peligro la estabilidad del régimen colonial.

Además, la inmensa mayoría de la población vivía dispersa y era imposible vigilarla continuamente. Aun después de que fueron concentrados en pueblos construidos a la manera española la presencia de los sacerdotes era esporádica en la mayoría de las repúblicas de indios, por no hablar de las aldeas y caseríos sujetos. La mayoría no podían ni querían meterse demasiado en los asuntos de sus feligreses.

Los manuales de extirpación de idolatrías dirigidos por Bernardino de Sahagún y Diego Durán en el siglo XVI, por Hernando Ruíz de Alarcón y Jacinto de la Serna en el XVII y por otros autores, son en realidad obras aisladas que no fueron parte de campañas mucho más amplias ni más profundas. En realidad el régimen colonial no tenía ni los medios ni la voluntad de extirpar realmente las prácticas que consideraba no católicas entre la población en general.

La violencia, sin embargo, tuvo dos efectos muy claros. Por un lado marcó una prohibición efectiva de realizar rituales púbicos, espectaculares y vinculados al poder político y militar, que era justamente la esencia de las prácticas religiosas indígenas oficiales y estatales. Este vacío fue llenado por el cristianismo, adoptado como nueva religión pública en las comunidades y repúblicas de indios. Por otro lado, demostró de manera muy convincente que los “indios” no sólo debían sino que les convenía acogerse a la protección de los dioses cristianos (no tanto de los frailes, como nos hacen creer las historias evangelizadoras). La violencia dio fuerza y carisma, poder de atracción a las figuras religiosas cristianas y por ello las comunidades las adoptaron, se relacionaron con ellas, les pidieron protección, incluso contra los propios españoles. Finalmente, las capturaron, como propone Carlos Hernández en su amoxtli "Buscar aliados y encontrar parientes".

 

En un siguiente amoxtli discutiremos la manera en que los pueblos indígenas se aliaron, en primer lugar, con los dioses cristianos y sólo en segundo lugar con los sacerdotes que los acompañaban.

Para citar: Edith Llamas Camacho, Federico Navarrete , Desmitificar la cristianización y sus violencias, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2850/2850. Visto el 21/04/2024