La legalidad de la conquista de la Nueva España en la tradición jurídica hispánica

La empresa de conquista llevada a cabo por Hernán Cortés y su grupo de aventureros castellanos que culminó con la rendición de México-Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521 se insertó en un complejo entramado jurídico que hundía sus raíces en época romana pero que había sido reformulado a lo largo de la Edad Media -particularmente en época del monarca Alfonso X el Sabio (1252-1284) y puesto a punto por los soberanos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

En efecto, Marco Tulio Cicerón en sus tratados Sobre los Oficios (De Officiis) y sobre la República (De re publica) formuló el concepto de la guerra justa como una manera de combatir la injusticia y garantizar la paz y el bien común. Roma entendió que las conquistas que realizaba sobre los distintos pueblos de la cuenca del Mediterráneo tenían como objetivo final garantizar la paz y llevar la civilización a los pueblos que consideraban como bárbaros. En el siglo VII Isidoro, arzobispo de Sevilla, reformuló la idea de la guerra justa al darle -a partir del pensamiento de San Agustin- un carisma cristiano. Para el obispo hispalense -según lo asentó en sus Etimologías-  existían “[…] cuatro clases de guerra: justa, injusta, civil y más que civil. Guerra justa es la que se realiza por previo acuerdo, después de una serie de hechos repetidos o para expulsar al invasor […] No se puede considerar justa ninguna guerra sino la notificada, declarada y que tiene como motivos hechos repetido”. A ello se sumaba el hecho de que una guerra justa debía ser declarada por una autoridad pública y evitar el robo y el latrocinio.

 En el ámbito de la península ibérica, a lo largo de la Edad Media los monarcas de los reinos hispano-cristianos habían legitimado su poder en la idea de recuperar para la cristiandad los territorios que habían sido conquistados por los musulmanes a principios del siglo VIII, de tal suerte que para ellos la conquista de ciudades musulmanas no sólo era una cuestión legítima, sino que era “justa” porque buscaba, precisamente, expulsar al invasor.  La legitimidad de la conquista otorgaba al soberano la facultad de apropiarse de las tierras enemigas, de someter a su dominio a sus habitantes y de exigir el pago de impuestos o tributos conocidos como parias. Cuando los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, llevaron a cabo la guerra en contra del reino musulmán de Granada (1482-1492) entendían que dicha empresa tenía como objetivo recobrar el territorio perdido y restablecer la soberanía cristiana sobre la totalidad de la península.

Cuando Cristóbal Colón firmó con los Reyes Católicos las capitulaciones de Santa Fe en abril de 1492 para poder realizar su proyecto, los monarcas castellanos se cuidaron de someter al control de la Corona la empresa de exploración y navegación sin arriesgar absolutamente nada, de tal suerte que todas las islas y tierras que “descubriese” el nuevo Almirante de la Mar Océano que no estuviesen bajo jurisdicción de otro príncipe cristiano quedarían sujetos a la autoridad de los monarcas peninsulares. Al año siguiente el papa Alejandro VI concedió las Bulas Alejandrinas por medio de las cuales reconoció el derecho de Isabel y Fernando a conquistar y colonizar las tierras recién descubiertas por Colón y fue así que el Nuevo Mundo quedó sometido a la jurisdicción de los reyes de Castilla -que no de España. En su testamento -fechado en 1504- Isabel de Castilla dejó claramente asentada la pertenencia de las “Islas e Tierra Firme del Mar Océano” a “sus reinos de Castilla y León” y encomendaba a su marido Fernando y a su hija Juana que las gobernasen en justicia y procurasen la conversión al cristianismo de sus “vecinos y moradores”.

En el año de 1500 los reyes nombraron como primer gobernador de La Española a Francisco de Bobadilla (m. 1502) con el objetivo de imponer el orden y la justicia real en aquellos dominios. El nombramiento resulta fundamental para la historia que venimos trazando, pues se trataba del primer funcionario real nombrado de forma explícita por los monarcas castellanos para representar a la Corona y, como consecuencia de ello, impartir justicia, cobra impuestos, garantizar el orden y “pacificar” a los pueblos indígenas que no quisiesen reconocer la autoridad de los soberanos castellanos.

En 1511 Diego Velázquez de Cuéllar fue nombrado por el virrey, Diego Colón, como capitán general de Cuba con el fin de conquistar toda la isla. Gracias a sus éxitos militares y a sus vínculos con la Corte, el 13 de noviembre de 1518 fue nombrado adelantado mayor de “todas las tierras que descubriese e hiciese descubrir, así como gobernador y capitán general de las tierras de Yucatán y Cozumel”.  Tal nombramiento convertía a Velázquez -como en su momento a Bobadilla- en representante del rey -en este caso Carlos I- y, en consecuencia, en una autoridad pública.  Fue por ello que Velázquez pudo organizar la expedición para conquistar Yucatán y Cozumel, pues jurídicamente, según las Bulas Alejandrinas y el Testamento de Isabel la Católica, aquellas tierras debían ser puestas bajo la autoridad de la Corona y Velázquez, como autoridad pública, tenía la facultad para llevar a cabo la guerra en nombre del rey si los indígenas no querían someterse pacíficamente.

Como es sabido, Hernán Cortés desconoció las órdenes de Diego Velázquez y se lanzó a la aventura sin su autorización. Jurídicamente, Cortés no tenía la facultad para llevar a cabo una conquista, pues no tenía el cargo de capitán ni de gobernador. Ello es lo que explica la importancia de la constitución del cabildo de la Villa Rica de la Vera Cruz en mayo de 1519: los expedicionarios, constituidos en corporación, otorgaron a Cortés el nombramiento de capitán general y justicia mayor, liberándolo de la obediencia a Velázquez.

Tradicionalmente se han interpretado las acciones de Cortés como una “traición” a Velázquez y a la propia Corona y desde una perspectiva legal se trató, efectivamente, al menos de un delito de desobediencia a una autoridad real –de “usurpador” y “rebelde” le califica José Luis Martínez. Pero si lo analizamos desde una perspectiva más amplia vemos que en realidad asistimos a un conflicto entres dos tradiciones jurídicas: por un lado, aquella que otorgaba a los ayuntamientos la capacidad de nombrar autoridades; por otra, resultado del proceso de afirmación de la monarquía a lo largo de los siglos XIV y XV, aquella que convertía a los soberanos en las únicas figuras con la auctoritas y la potestas necesaria para nombrar “autoridades” que los representaran.

De esta suerte, Cortés construyó en sus cartas un razonamiento legal en el que presentaba a Velázquez como a alguien contario a los intereses del monarca y que sólo se movía por la codicia  y la ambición personal y en el que se dibujaba  a sí mismo como la persona que realizaba una campaña de conquista “en servicio del rey” argumentando que, en tanto autoridad pública -capitán general-, representaba al soberano y que su guerra era una guerra justa -es decir, legítima- por cuanto buscaba engrandecer los dominios del monarca y establecer la paz, entiendo por ello reducir al servicio de Su Majestad a los naturales de la tierra que había denominado como Nueva España.

¿En qué momento los indígenas de los distintos altépetl habían roto el marco jurídico y alterado el orden? Según la tradición hispana, en el momento en que se negaban a reconocer el señorío de Carlos I -desde 1519 emperador del Sacro Imperio con el nombre de Carlos V-, “señor natural” de dichas tierras. En este sentido, no es un dato menor el hecho de que Cortés insistiera en sus relaciones cada vez que llegaba a una nueva población, requería a los indígenas ante notario, es decir, les leía el Requerimiento, un texto elaborado en 1512 por el jurista Juan López de Palacios Rubios -catedrático de la Universidad de Salamanca y miembro del Consejo de Castilla- en el  que se explicaba por qué los reyes de Castilla eran los legítimos señores de América y en el que se invitaba a los indígenas a someterse pacíficamente so pena de ser reducidos por la fuerza.

A ello obedece el hecho que, desde la perspectiva jurídica hispánica, el encuentro entre Moctezuma y Cortés en noviembre de 1519 resultase tan importante: en él el tlatoani mexica, según había querido colegir el capitán extremeño, había reconocido al soberanía de Carlos I y se había convertido en su vasallo, entendiendo por vasallaje un acto jurídico llevado a cabo entres dos hombres libres en el cual uno se encomendaba al otro obligándose al auxilio militar, al consejo y al pago de rentas a  cambio de protección, “amparo e defendimiento real”. De esta suerte, en la llamada “Noche Triste”, lo que ocurrió fue que los mexicas rompieron el pacto de vasallaje, rebelándose contra su señor natural -Carlos I- representado por la figura de Hernán Cortes. En consecuencia, Cortés podía presentar su campaña militar de 1521 contra Tenochtitlan como una guerra justa -nutrida por el derecho de conquista de raigambre romana- con el objetivo de restablecer “la paz” del rey y acabar con la rebelión.

 Frente al hecho consumado y a la sonada victoria militar del capitán extremeño en agosto de 1521, que le valió el reconocimiento en 1522 por parte de Carlos I como gobernador, capitán general y justicia mayor de la Nueva España, poco podía hacer Diego Velázquez para limitar el poder y el prestigio obtenido por Cortés, enfrentado a su propio juicio de residencia y sin los apoyos necesarios en la corte. Pero más allá de a quién asistiera la razón en el pleito entablado entre Velázquez y Cortés,  lo que realmente importaba a la Corona era que México-Tenochtitlan, cabeza de un vasto “imperio” según las concepciones políticas de la época en el mundo occidental, había sido incorporada a los dominios de la Monarquía en cumplimiento de las capitulaciones de Santa Fe, de las Bulas Alejandrinas y del testamento isabelino, es decir, conforme a derecho. 

Para citar: Martín Ríos Saloma, La legalidad de la conquista de la Nueva España en la tradición jurídica hispánica, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2741/2739. Visto el 26/04/2024