Epidemias y colonialismo, 500 años de historia
En este año de 2020, una coincidencia cruel ha hecho que cumplamos los 500 años de la primera epidemia que asoló a Mesoamérica en 1520, enfrentando otra pandemia, la del coronavirus. Ahora que buena parte de la humanidad vive disrupciones profundas a su forma de vida, enfrenta el temor ante un futuro incierto y comparte la sensación -inédita para muchos de nosotros- de estar indefensos ante una enfermedad desconocida, tal vez nos sea más fácil comprender el desconcierto, la sorpresa y la tristeza que provocó entre los habitantes indígenas de lo que hoy es México la irrupción de un nuevo y mucho más terrible mal, la viruela.
Pese a las inmensas distancias temporales, culturales y en el conocimiento científico, lo que estamos experimentando hoy tiene un parecido fundamental con lo que vivieron los habitantes de Mesoamérica en el siglo XVI, durante la conquista. La humanidad entera hoy, como ellos hace 500 años, enfrenta lo que podemos llamar un choque epidemiológico, es decir, es atacada por un virus desconocido contra el que ninguna persona tiene inmunidad; una enfermedad nueva que los médicos no saben tratar, un fenómeno sin precedente que parece poner en entredicho nuestros conocimientos y creencias y desmontar todas nuestras defensas. La viruela traída por los europeos a América a principios del siglo XVI era desconocida en este continente, de modo que sus habitantes no habían podido desarrollar inmunidad contra ella. Por eso, la epidemia golpeó a los americanos con saña, mientras que no afectó de la misma manera a los conquistadores españoles que ya la conocían. La fuerza de estos choques epidemiológicos se ha repetido una y otra vez, conforme la frontera de la colonización europea ha encontrado más y más pueblos en cada rincón del continente americano.
En nuestro propio siglo, cuando grupos indígenas del Amazonas que se han mantenido aparte de las sociedades nacionales brasileña, boliviana, colombiana o peruana son contactados por forasteros, el contagio de una simple gripe puede provocar la muerte de centenares de sus miembros, puede diezmar a poblaciones enteras. Los irresponsables que pretenden minimizar el impacto del coronavirus comparándolo con el catarro común exhiben una trágica ignorancia, pues precisamente una enfermedad que para nosotros resulta tan inofensiva puede ser mortífera para quienes no lo conocen.
En su Amoxtli de esta semana, Sandra Guevara describe con detalle la epidemia de 1520 y argumenta de manera convincente que la mortandad que produjo tuvo un impacto negativo sobre los mexicas y facilitó la victoria de los tlaxcaltecas, otros pueblos indígenas y los españoles un año después. Hay que señalar, sin embargo, que la epidemia también afectó a los aliados de los conquistadores y los debilitó, tal vez, de una manera proporcional a como debilitó a los propios mexicas. En todo caso, parece innegable que esta mortandad sin precedentes, producida por una enfermedad desconocida frente a la cual eran impotentes los doctores de los indígenas, y que tampoco pudieron remediar sus dioses, contribuyó a la crisis del dominio mexica. La epidemia fue un golpe más a un “imperio” ya de por sí debilitado por las agresiones de los expedicionarios españoles y sus aliados, y puede haber contribuido a que más pueblos se unieran a los conquistadores.
Más allá de este caso particular, y de sus posibles y contradictorias consecuencias, el hecho es que los sucesivos choques epidemiológicos que produjeron los colonizadores europeos y africanos en América debilitaron a las sociedades indígenas y facilitaron su dominación. En el caso de los Andes, menos 10 años después de la conquista de México una epidemia traída por los exploradores españoles mató al Inca Huáscar, que regía un imperio ya en crisis. Su muerte prematura desató una guerra civil entre sus dos posibles sucesores debilitando aún más al Imperio. Abrió así una oportunidad singular para la campaña de conquista encabezada por Francisco Pizarro a partir de 1533. En las siguientes décadas, las grandes poblaciones que vivían en los largos márgenes del río Amazonas fueron diezmadas por las epidemias y sus pobladores sobrevivientes se remontaron a las zonas más remotas de la selva, de ahí que los exploradores españoles encontraran un territorio casi “vacío”. La resistencia de los mayas itzaes a los españoles -que duró casi dos siglos- fue debilitada por grandes epidemias a mediados del siglo XVII. De este modo, la colonización europea avanzó por toda América de la mano de las enfermedades que ella misma provocaba.
Otro factor significativo de la epidemia de 1520, que también debemos tomar en cuenta frente a nuestra pandemia de nuestro 2020, es que esta nueva enfermedad no fue solo un fenómeno biológico, sino también social. Por ejemplo, los médicos indígenas procuraban curar a los enfermos por medio de baños en temascales, lo que sólo aceleró el contagio. Igualmente, buena parte de las víctimas no murieron a resultas de la enfermedad misma, sino de la hambruna producida por el colapso de familias enteras y de las redes de distribución de alimentos que normalmente las alimentaban.
Desde el punto de vista de los europeos, las epidemias tampoco eran un fenómeno completamente natural. Los propios expedicionarios concibieron la viruela que asoló a los mesoamericanos en 1520 como un castigo propinado por el dios cristiano a los nativos por ser adoradores del demonio. Posteriormente, los sucesivos choques epidemiológicos en las Américas fueron presentados como otra evidencia de la superioridad europea, pues los indígenas eran tan débiles que sucumbían ante las enfermedades que hacían menos daño a los europeos. Por otro lado, algunos colonizadores utilizaron las epidemias como arma de exterminio, aún si todavía no entendían plenamente el principio de contagio. Sabemos que los peregrinos que llegaron a Nueva Inglaterra regalaban a los indígenas las frazadas de las personas que habían muerto con viruela, sabiendo por experiencia que les provocaría la misma enfermedad.
Más allá de los casos intencionales, el hecho es que resulta imposible deslindar el proceso de expansión humana de los europeos sobre América y otros continentes de la expansión simultánea de los animales y microorganismos que venían con ellos. La mayoría de los historiadores coinciden en que una de las razones del éxito de los europeos en imponer su dominio sobre otros grupos humanos fue la ventaja que les dieron sus animales domesticados: caballos y perros de guerra y también las gallinas, puercos y vacas que los alimentaban. No es descabellado afirmar, en esa misma lógica, que en este exitoso contingente de humanos y no humanos, participaron también los microorganismos que los acompañaban: los virus de la viruela y del sarampión, el bacilo de la peste, y un largo etcétera. Sin duda, los europeos supieron aprovechar la colaboración de estos compañeros invisibles.
Como hemos visto, los choques epidemiológicos debilitaron a las sociedades indígenas antes, durante y después de su contacto con los colonizadores. Así facilitaron su sometimiento militar, y luego la consolidación del dominio colonial sobre sociedades profundamente afectadas por la muerte de gran cantidad de sus miembros. Algunas estimaciones afirman que en el caso del centro de Mesoamérica las epidemias sucesivas que golpearon a la población en el siglo XVI provocaron la muerte de entre el 70% y el 90 % de las población. Ante una catástrofe demográfica de esta magnitud, los españoles pudieron destruir y refundar muchas instituciones indígenas, concentrar a los sobrevivientes en nuevos poblados e imponerles con mayor facilidad su religión. Por otro lado, no parece aventurado suponer que ante una catástrofe de estas magnitudes, los indígenas hayan buscado en la religión católica -la única que podían practicar legalmente- una salida, una respuesta a la crisis que vivían. De este modo, la tan celebrada conquista espiritual de México fue también producto del choque epidemiológico.