La historiografía hispánica en los siglos XV y XVI

El proceso de reconocimiento, conquista y colonización de América fue narrado, descrito y explicado por numerosos actores y contemporáneos ambos lados del Atlántico desde el mismo año de 1492, fecha en la que Cristóbal Colón redactó su Diario de navegación. La fascinación que despertó en Castilla el retorno del Almirante de la mar Océano llevó a Pedro Mártir de Anglería -un humanista florentino radicado en la corte de los Reyes Católicos- a escribir sus célebres Décadas del Nuevo Mundo, como explica Carmen Martínez Martínez en este mismo Amoxtli. A ellos siguieron numerosos autores quienes, o bien buscando el reconocimiento a sus “méritos y servicios” en la conquista -como ocurrió con el propio Hernán Cortés o Andrés de Tapia- o bien escribiendo por encargo desde la Corte -como fue el caso de Juan Ginés de Sepúlveda-, o en fin, llevados por el entusiasmo que despertó la gesta cortesiana en Castilla -como en el caso de Francisco López de Gómara- o por el interés de hacerse con el cargo de cronista regio de Indias -como en el caso de Gonzalo Fernández de Oviedo, Juan López de Velasco o Antonio de Herrera y Tordesillas-  dejaron para la posteridad un “mar de historias” sobre aquel importante proceso histórico. Esta multiplicidad de voces refleja tanto la complejidad del proceso como los distintos intereses, perspectivas y ánimos que animaron la conquista de América en general y de la Nueva España en particular.

            Algunos autores de la centuria pasada sostenían que la historiografía escrita en América, a la que denominaron “Historiografía de Indias” o “Historiografía Indiana”, era distinta de la que se escribía en América. Y si bien no se puede negar el hecho de que el propio objeto de estudio -“las Indias”- la diferenciaba de aquella que se escribía en la península ibérica -o en el conjunto de la Monarquía Hispánica-, también es verdad que compartía con ella numerosas características, y dado que fue escrita en castellano por autores que compartían los valores, gustos, presupuestos y paradigmas historiográficos, independientemente del punto geográfico en el que hubiese sido escrita, también puede considerársele como uno de los afluentes de la gran corriente de la historiografía hispánica que inició con el proyecto historiográfico de Alfonso X el Sabio en la segunda mitad del siglo XIII y tuvo en el jesuita  Juan de Mariana y su Historia General de España, publicada en castellano en 1601, a su máximo representante. Esta dilatada producción historiográfica da cuenta, precisamente, del proceso de expansión iniciado por la Corona castellana en la primera mitad del siglo XIII -con las conquistas de Córdoba (1236) y Sevilla (1248)- y que tuvo en la conquista de Granada (1492) y de México-Tenochtitlan (1521) dos de sus hechos de armas más importantes, lo cual es un argumento más para considerar a la historiografía indiana como parte de una tradición escrituraria de larga data.

            El quiebre que representó el proyecto historiográfico de Alfonso X el Sabio en su Historia de España y la refundición y ampliación elaborada durante el reinado de su hijo Sancho respecto de la tradición cronística anterior está constituido por varios elementos. El primero de ellos es el abandono del latín y la utilización del castellano como lengua de escritura, una lengua que con el rey Sabio se convirtió también en lengua de administración y cultura y que, además, era compartida por los distintos actores sociales, convirtiéndose así en un poderoso y eficaz instrumento de cohesión y construcción de una identidad colectiva particular. El segundo elemento es el hecho de haber sido redactada en el scriptorium palatino por un conjunto de escribanos en un ambiente laico, lo que significó romper el monopolio de la Iglesia sobre el control de la historia, es decir, el pasado, sin que ello se tradujera, de ninguna manera, en romper con la visión providencialista de la historia, es decir, con la idea de que Dios intervenía continuamente en la historia humana para conducir a su pueblo a la salvación. El tercero es la implicación directa del monarca en el proyecto, dado que fue él quien mandó a escriuir la historia de su reino y de su dinastía. El nos empleado por el soberano en el prólogo de la obra da cuenta de una toma conciencia sobre el papel central de la monarquía como articulador del conjunto de los actores sociales y como fuente primera de autoridad (auctoritas) y potestad (potestas). El último elemento fue dar coherencia a los diferentes textos historiográficos -anales, crónicas, genealogías- en un solo corpus que presentara la unidad de la historia hispana -articulada por Castilla, legítima heredera del reino visigodo- y mostraran su antigüedad y, como resultado de ello, la preeminencia de la monarquía castellana sobre otras monarquías peninsulares.

            En el siglo XIV surgió en Castilla la llamada “crónica regia”, es decir, un texto historiográfico encargado de registrar y contar los sucesos más notables del reinado de un monarca. La primera crónica regia fue la de Alfonso XI, redactada muy probablemente por Juan Sánchez de Valladolid, quien sería el primer cronista castellano conocido. A ellas sucederían las crónicas de Pedro I, Enrique II y Juan II, elaboradas por el canciller mayor del reino Pero López de Ayala. En el caso de esta triada, el objetivo del cronista regio fue legitimar el golpe de Estado que Enrique II había llevado a cabo en contra de su hermanastro Pedro I, instaurando a una nueva casa reinante en el trono castellano: la dinastía Trastámara.

            A mediados del siglo XV el arzobispo de Burgos Alonso de Cartagena -uno de los máximos representantes del humanismo castellano- redactó una Genealogía de los Reyes de España (1456) -conocida también como Anacephaleosis- en la que presentó un árbol genealógico de la casa reinante castellana acompañada de un complejo programa iconográfico mediante el cual se subrayaba la continuidad dinástica de la monarquía y el hecho de que la guerra contra el islam era el principal proyecto político y la razón de ser de los reyes de España, asociando una vez más la parte -Castilla- con el todo -la península ibérica. La estela del arzobispo burgalés fue seguida por Juan de Mena, primera persona en ocupar el cargo de cronista regio -creado en 1456 por el rey Enrique IV- y, sobre todo, por su discípulo dilecto, Alfonso de Palencia, quien también historió la vida del monarca castellano y de sus sucesores, los Reyes Católicos.

            Fue durante el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón cuando la historiografía adquirió un enorme protagonismo como instrumento de legitimación política dado que Isabel había logrado imponerse sobre la legítima heredera, Juana de Portugal y buscaba presentar su reinado como el final de las discordias y las rebeliones nobiliarias que habían tenido lugar en época de su hermanastro Enrique IV y habían sumido al reino en la anarquía. Hernando del Pulgar fue el encargado de escribir una Crónica del reinado de los reyes de Castilla A ella se sumó una colección biográfica inspirada en el modelo de Suetonio intitulada Claros varones de Castilla que, frente a los modelos de santidad propios de las hagiografías, oponía modelos de hombres -y mujeres como la propia Isabel- que encarnaban las virtudes cívicas de tradición clásica (templanza, fortaleza, justicia y prudencia). Al nombre de Pulgar deben sumarse los de Andrés de Bernaldez, Diego de Valera, Alonso de Santa Cruz y Lorenzo Galíndez de Carvajal, todos ellos cronistas regios que escribieron en castellano. Como consecuencia del desarrollo de las corrientes humanísticas procedentes de Italia, otros autores emplearon el latín para elaborar sus obras históricas: a Antonio Elio de Nebrija se le debe una Historia sobre la guerra de Granada (De bellum Granatensis), a Lucio Marineo Sículo una Alabanza de España (De laudibus Hispaniae Libro VII) y al propio Pedro Mártir las ya mencionadas Décadas del Nuevo Mundo (De orbe novo decades).

            Debe subrayarse el hecho de que los autores que escribieron en los últimos años del siglo XV y primeras décadas del siglo XVI, si bien utilizaron documentos de la cancillería regia y crónicas antiguas para elaborar sus obras, se basaron, sobre todo, en su propia experiencia y en el hecho de haber sido testigos de vista de los acontecimientos que narraban, lo que otorgaba veracidad al relato. De igual forma, la historiografía de este periodo quiso dar cuenta de los sucesos políticos que marcaban la vida del reino, pero, sobre todo, dar forma, a través del discurso histórico, a una comunidad política –que ya no sólo sacramental- constituida por el soberano, los súbditos y el territorio unidos por un pasado común. En consecuencia, fue una historia concentrada fundamentalmente en narrar aquellos sucesos que constituían la vida política de la comunidad: guerras, batallas, tratados, embajadas, etc. En este sentido, la historiografía que nos ocupa fue también una historiografía pragmática que tenía una amplia conciencia de su utilidad como instrumento del saber y como instrumento de la política, pero que no esquivaba el objetivo de entretener y divertir. Por otra parte, los cronistas de este periodo quisieron imitar los modelos grecolatinos en elocuencia, retórica y erudición, de tal manera que la forma en que se presentaba el discurso era tan importante como la información y el mensaje político que transmitía. Ello se materializó en el hecho de que la narración estaba adornada con discursos puestos en boca de los personajes principales -a la manera que había hecho Tucídides en su Historia de las guerras del Peloponeso- y las referencias a la antigüedad clásica, a los ejemplos que de ella podrían extraerse y a los autores más relevantes de aquella época -Cicerón, Julio César, Tácito, Tito Livio- eran continuas. Finalmente, la historiografía de aquellos años dio cuenta de la búsqueda de fama y gloria por parte de los personajes principales que hicieron del teatro del mundo el escenario para representar su drama particular. En este sentido el providencialismo cedió espacio a la voluntad personal, a los designios políticos y a las pasiones individuales como motores de la historia.

            El acceso de Carlos de Habsburgo a las coronas de Castilla, Aragón y Navarra y la dimensión europea y planetaria que alcanzó la monarquía hispánica con su elección como emperador y la conquista de América respectivamente, hicieron necesario explicar cómo y por qué España había obtenido ese papel preponderante en la geopolítica de la época y legitimar asimismo esa nueva posición de preeminencia, de tal suerte que la Historia tuvo, de nuevo, un papel central.  Escribir la historia de ese conglomerado de reinos reunidos en la persona de Carlos V en un solo volumen era una tarea titánica, de tal suerte que el emperador optó por dividir las tareas. A Juan Ginés de Sepúlveda le nombró cronista regio en 1536 y le encomendó la misión de realizar una crónica de su reinado bajo el título Historiarum de rebus gestis Carolus V. El antiguo alumno complutense, sin embargo, dilató en demasía la conclusión de su obra,  más preocupado por sus traducciones de Aristóteles, por sus polémicas con Las Casas y por la historia del  Nuevo Mundo, sobre la que escribiría su célebre De Rebus Hispaniorum Gestis ad Novum Orbem. Dado que la empresa de Sepúlveda no tuvo el éxito deseado y ante el hecho de que ninguno de sus otros cronistas -como Bernabé Busto o Pedro Mexía, autor éste último de una Historia del emperador Carlos V- logró redactar una crónica que satisficiera a Carlos, éste mismo escribió una Historia al final de su vida (1552), la cual fue publicada en castellano con el título de Memorias

Correspondió por su parte a Florián de Ocampo -a quien Carlos V concedió el título de cronista regio- la elaboración de una Crónica general de España (1553) que actualizara los sucesos ocurridos hasta los tiempos del emperador, empresa que quedó inconclusa por la muerte de su autor.  La tarea fue continuada por el historiador cordobés Ambrosio de Morales ya en tiempos de Felipe II, a cuya pluma se debe una Corónica general de España que quedó también inconclusa y que sólo sería publicada en 1791. Morales realizó un viaje, que a la postre se hizo célebre, por los distintos monasterios y abadías del norte peninsular con el fin de elaborar un catálogo de los manuscritos más antiguos y valiosos que sirvió de base para constituir la biblioteca real del Escorial, en donde la Historia tuvo un lugar preeminente. Otro historiador de gran relevancia en la segunda mitad del siglo XVI fue el cesaraugustano Jerónimo de Zurita (1512-1580), a quien se deben unos Anales del reino de Aragón (1562) y unas Gestas de los reyes de Aragón (1572) en los que puso de relieve el papel desempeñado por Aragón en la conformación de la monarquía hispánica -particularmente de Fernando de Aragón- y en los que hizo gala de una enorme erudición y espíritu crítico, lo que le ha valido el apelativo de “príncipe de los cronistas”.

El cargo de cronista era muy codiciado tanto por la seguridad pecuniaria que conllevaba como por el prestigio que tenía entre los miembros de la República de las Letras, amén de la posibilidad de hurgar entre los vestigios del pasado y la esperanza de que el soberano reposara su mirada en las palabras escritas por sus estoriadores. Uno de los aspirantes al cargo en el siglo XVI fue Esteban de Garibay, quien redactó los Cuarenta libros del compendio historial de las chronicas y universal historia de todos los reynos de España (1571) y representó el mejor esfuerzo hecho hasta entonces para escribir, como su nombre indicaba, no sólo la historia de Castilla, sino de todos los reinos peninsulares, incluyendo el reino musulmán de Granada. El resultado, sin embargo, más que un todo coherente, fue la yuxtaposición de historias que no necesariamente presentaba la claridad y articulación deseada.

El segundo gran aspirante fue el sabio jesuita Juan de Mariana (1535-1624), a cuya pluma debemos una Historia general de España, publicada en 1601.  La obra de Juan de Mariana es resultado tanto de su experiencia vital -alumno de Alcalá de Henares y maestro en Roma y París- como de sus ideas políticas -proclive a la limitación del poder monárquico- y del avance del protestantismo por Europa y el desarrollo de la Contrareforma. En consecuencia,  la historia de Mariana tuvo un papel central en la construcción de la identidad histórica de España al concebir su Historia como una ofrenda a la patria y un servicio a la monarquía en la que se exaltaba la labor que España había realizado a lo largo de los siglos como defensora de la verdadera religión, convirtiendo primero a los godos al catolicismo, defendiendo luego el cristianismo de la “inundación” sarracena y, finalmente, expandiendo la luz de la verdadera fe por el Nuevo Mundo. En este sentido, la obra de Jua de Mariana puede considerarse la mejor representante de una tradición historiográfica que hacía del providencialismo y la misión sagrada de defender la cristiandad y expandir la verdadera fe por el orbe, de la concepción de España como una entidad geográfica y política atemporal a la vez que feraz y rica y, en fin, de la existencia de un carácter particular e indeleble de los españoles que los distinguía de sus vecinos europeos y africanos y que se materializaba en su valor, fiereza, religiosidad y el amor a las letras y las artes, sus principales ejes articuladores. No obstante esta visión optimista de la historia de España, lo cierto era que Mariana escribía en tiempos de crisis, de tal suerte que convencido -como todos los historiadores de su tiempo- de que la historia era maestra de vida (magister vitae) y debía servir para la educación del príncipe y amonestación de los contemporáneos, escribía también para advertir a sus coetáneos de los peligros de apartarse de la verdadera fe y para que pudieran utilizar las experiencias pasadas a las nuevas situaciones.

Debe resaltarse un hecho fundamental en la obra de Mariana que consiste en que su relato concluye con la conquista del reino de Granada y decidió no historiar la historia reciente que le era más cercana, de tal suerte que con su texto el término “historia” adquirió en castellano el sentido que le damos hoy en día, que es el de relato o explicación de los hechos del pasado. Ello significó un quiebre respecto del concepto de historia clásico dado que, según declara Isidoro de Sevilla en sus Etimologías, “historia es la narración de tiempos acontecidos”, pero, añade, “la diferencia entre historia y anales estriba en que la historia tiene por tema tiempos que hemos visto, mientras que los anales se refieren a los años que nuestra época no conoció”. Estas líneas del sabio hispalense, escritas a principios del siglo VII, explican con gran nitidez porque Bernal Díaz del Castillo decidió intitular a su texto Historia verdadera, insertándose plenamente en la tradición que hemos recorrido y analizado muy brevemente en estas páginas.

 

Para citar: Martín Ríos Saloma, La historiografía hispánica en los siglos XV y XVI, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2628/2623. Visto el 26/03/2024