Nueva España, horizonte de expectativas europeas

Desde la que tres forman coronas

Soberana tïara,

 Hasta la que pajiza vive choza;

Desde la que el Danubio undoso dora,

A la que el junco humilde, humilde mora;

Y con siempre igual vara

(como, en efecto, imagen poderosa de la muerte) Morfeo

 El sayal mide igual con el brocado.

 

Sor Juna Inés de la Cruz,

Primero sueño (183-191) 

 

 

En julio de 1528, Hernán Cortés era ya una celebridad cuando se entrevistó por vez primera con Carlos V. Gracias a las gestiones del obispo Francisco García de Loaysa, presidente del Consejo de Indias, el encuentro tuvo lugar en Toledo donde se hallaba la corte real en ese momento, alojada en el alcázar que Alfonso el sabio, tres siglos antes, había remodelado como parte de la transformación cristiana de aquella capital ibérica del orbe islámico. Además de sus capitanes, acompañaban al “conquistador” el almirante de Castilla, el duque de Béjar y el comendador mayor de León, quienes fungían como intercesores nobles del extremeño.

La comitiva incluía a príncipes nahuas, entre quienes se encontraban don Pedro Moctezuma Tlacahuepanzin, hijo de Moctezuma Xocoyotzin, y Francisco de Alvarado Matlacohuatzin, sobrino del Huey Tlahtoani; así como Diego Maxixcatzin, hijo de uno de los señores de Tlaxcala aliados de Cortés, entre otros principales indígenas. Estos herederos legítimos de sus respectivos linajes habían sido cristianizados durante los primeros años posteriores a la caída de Mexico-Tenochtitlan y los demás señoríos circundantes. Sus familias fueron determinantes en la llamada pacificación de la tierra y en la posterior imposición de la autoridad real española. En la escena de aquel encuentro, los nobles indígenas fungieron como testimonio vivo de la autoridad que el aprendiz de escribano había logrado acumular tras la derrota de Tenochtitlan y pretendía mostrar a su señor. Para el emperador, en cambio, el exotismo de tales acompañantes saltaba a la vista, al encontrarlos junto a otros naturales de aquella tierra, enanos, albinos, contrahechos quienes, junto a los penachos, las joyas y las barras de oro exorbitaban las miradas de la corte. Ninguno de los presentes imaginaba que sus descendientes fincarían en aquel reconocimiento, los privilegios y derechos que cada uno reclamaba del otro, y que fueron el sustrato de la cohesión social y política de aquellos lazos trasatlánticos.

 Durante la entrevista entre rey y capitán general, este último explicó el memorial que meses antes le había hecho llegar. De palabra y de boca, Cortés desplegó las claves de la integración de aquellas tierras a las que él había nombrado ˝Nueva España”, por vez primera, en la segunda de sus cartas a Carlos V, pero que era, hasta el momento, a penas una manera de nombrar al caos de la sociedad que emergió de las cenizas de la guerra en el Anáhuac. Para el extremeño, el cimiento de la autoridad real y de la prosperidad en Nueva España era el trabajo de los indios, por esa razón el rey debía empeñarse en su conservación y buen cuidado. Consideraba Cortés que las rentas reales solo incrementarían por efecto de la riqueza de los nuevos vecinos españoles, a quienes debía darse en propiedad la tierra para incentivar su propio interés. El capitán y gobernador general también expuso al rey la necesidad de enviar a las Indias buenos predicadores que dieran el ejemplo con sus obras, para arraigar la fe cristiana, sin duda tenía como ejemplo a los franciscanos, para entonces sus principales aliados. Cada una de aquellas consideraciones fundamentaba, en el corto plazo, sus solicitudes de mercedes, por las que pretendía legitimar las ocupaciones de tierra y tributarios, ventas y otras acciones con las que se había enriquecido y que fueron el sustento material del título de marqués del Valle de Oaxaca, que entonces le otorgó el emperador. Pero esas consideraciones también fueron de utilidad para delinear las políticas reales sobre Nueva España, aunque sin tomar en cuenta al nuevo noble como su principal ejecutor.

Para entonces, las noticias de la caída de Tenochtitlan en Europa ya habían generado dos reacciones que, con el tiempo, se convertirían en factores irreversibles del nuevo orden. Por una parte, la emigración europea hacia América continental experimentaba un cambio estructural en su cantidad y características. Por otra parte, los intereses de la corona castellana en relación con las Indias viraban hacia una política más organizada y de mayor intervención, en vista de las expectativas que generaban las primeras remesas provenientes de lo que empezaba a llamarse Nueva España. Entre los diversos recursos destacaban objetos suntuarios, barras de oro, esclavos indígenas, tributos extraídos a la población originaria y, sobre todo, expectativas de más y mayores riquezas.

Desde luego, ambos procesos, la migración y la política real derivada del dominio de particulares españoles sobre el Anáhuac, impactaron de forma irreversible el poblamiento, la explotación de recursos naturales, la organización social y el destino de los pueblos mesoamericanos. Pero también fueron centrales en la configuración misma de la monarquía de España, que sólo entonces adquirió dimensiones verdaderamente extra-europeas y transcontinentales.

 

Los primeros migrantes europeos en América

Tras la caída de Tenochtitlan, la fundación de la nueva ciudad de México, en diciembre de 1522, provocó intensas oleadas migratorias que transformaron radicalmente la dinámica circulatoria transatlántica, hasta entonces concentrada en el Caribe, principalmente en Santo Domingo y Cuba. Un primer movimiento se produjo desde las islas al continente. En este conjunto se pueden considerar las expediciones de conquista, aunque, la frecuencia aumentó una vez establecida la llamada Nueva España, a tal grado, que se produjo un paulatino vaciamiento de las fundaciones hispanas antillanas, a causa de la cantidad de europeos que buscaron establecerse en las recién establecidas ciudades y enclaves hispanos, tanto en la costa del Golfo, como en el camino entre la villa rica de la Vera Cruz y la ciudad de México.

 

No obstante, la tendencia interregional se reequilibró por efecto de un flujo migratorio mayor que provino del continente europeo, especialmente de la península ibérica. De acuerdo con Peter Boyd-Bowman, entre 1520 y 1539, la migración europea a América casi se triplicó con respecto a la ocurrida los 27 años previos, a partir de los viajes colombinos. Los llegados de Europa habrían pasado de poco más de 5 mil hasta 1519, a casi 15 mil, en 1539. Los historiadores de la demografía han correlacionado este notable incremento del flujo migratorio transatlántico en dirección del llamado “Nuevo mundo” con las exploraciones, conquistas y asentamientos europeos sobre las principales áreas pobladas en el continente. Este proceso comenzó con la caída de Mexico-Tenochtitlan. Durante los quince años siguientes a 1521 el principal destino de los ibéricos que cruzaron el Mar Océano fueron las tierras situadas en la diversas regiones de Mesoamérica y sus adyacencias. En ese sentido, se puede decir que fueron migrantes quienes, recibidos por las ricas poblaciones autóctonas, coadyuvaron decisivamente en la formación de Nueva España, echando mano de ellas y de sus extraordinarios recursos naturales, con precedencia de las definiciones institucionales.

De Europa viajaron a Nueva España todo tipo de personas. Desde los aventureros sin dinero que se unieron a las expediciones a cambio de trabajo, hasta los nobles que sirvieron a la corona como ministros representantes de la justicia y el gobierno regio. La gama diversa de emigrantes europeos incluyó, por ejemplo, a los tres franciscanos flamencos, Pedro de Gante, Juan de Aora y Johann Dekkers, que arribaron a las costas de Veracruz el 13 de agosto de 1523; o los doce españoles de su misma orden, encabezados por fray Martín de Valencia, que llegaron a la ciudad de México nueve meses después. Los lazos familiares y de paisanaje crearon permanentes circuitos migratorios en los que se cruzaba la posibilidad de conseguir cargos seculares o eclesiásticos, o servir a los oficiales reales o a los prelados de la iglesia.

Otra forma de emigración, como lo explica Ida Altman fueron las llamadas en los pueblos a formar expediciones, que organizaban quienes conseguían acuerdos con el rey para nuevas exploraciones en territorio americano. Las necesidades de abastecer a conquistadores y primeros pobladores incentivaron el arribo de mercaderes de toda índole. Hacia 1535, la ciudad de México se convirtió en el primer destino de los emigrantes europeos a América, por encima de Cuba, la Española o Jamaica.

 

Nueva España en la política dinástica de Carlos V

Con las disposiciones de octubre y diciembre de 1523, una vez informado el emperador de la derrota de Mexico-Tenochtitlan, se inauguró la política real hacia lo que entonces se nombraba Nueva España. Antes de esa fecha, las respuestas reales a las comunicaciones de Hernán Cortés habían sido cautelosas y preservaban la equidistancia de la Corona respecto de las autoridades y facciones que escribían contra el conquistador. En cambio, con las cédulas de 22 de octubre, firmadas en Pamplona, al tiempo que el rey pedía cuentas a Cortés del reparto que hizo de oro y joyas a sus capitanes, también buscó asegurar su derecho sobre las nuevas conquistas, prohibiendo cualquier intento de enajenación y estableciendo que la Nueva España estaba incorporada a la corona de Castilla sin que, en ningún tiempo ni por el rey ni por sus sucesores pudiera separase ninguna parte de ella. En cédula de diciembre de aquel año, firmada en Valladolid, Carlos V pedía a Cortés el primer préstamo, donativo y envío de oro que tuviera por derecho de su quinto real, para asistirlo en la necesidad en que las arcas reales quedaron tras los enormes gastos que supuso la elección imperial, la represión contra las Comunidades de Castilla y la guerra contra Francia.

Inversamente proporcional a las migraciones, el principal flujo de recursos americanos de la Corona de Castilla durante las dos décadas posteriores a la fundación hispana de la ciudad de México provino de Nueva España. Los quintos reales y los primeros tributos indígenas, meticulosamente establecidos por Cortés, enviados a la corona mucho antes de su entrevista con el rey, fueron antecedente de sus siguientes propuestas, entre las que figuró una temprana opinión sobre la implantación de gravar la compra-venta de productos ibéricos. Una tasa que en Castilla se conocía como “alcabala” y que, a pesar de las sugerencias cortesianas, se impuso en Nueva España sólo hasta 1574. Los recursos derivados de las diversas rentas reales extraídas de las tierras recién conquistadas fueron determinantes para la política paneuropea de Carlos V. La financiación de los frentes de guerra contra Francia, Inglaterra y el Imperio turco otomano sería inimaginable sin las remesas indianas de esas primeras dos décadas de reinado. Pero los recursos más importantes provinieron del crédito que el emperador obtuvo de particulares, por la expectativa de ganancia que generaban las riquezas, reales o imaginadas, de Nueva España. Banqueros y mercaderes convirtieron al rey en su deudor al ritmo de las urgencias bélicas o diplomáticas, mientras la Hacienda real quedaba embargada inexorablemente. Siguiendo la pauta del vasallo conquistador que intentaba impresionar al emperador haciendo conquistas con sus cartas, el propio rey y sus ministros, una vez confirmado el dominio del territorio y no bien llegadas las primeras remesas de metales, alentaban los préstamos de sus banqueros empeñando las futuras ganancias provenientes de América. Se creaba así, una política de promesas de pago fundada en la presunta riqueza inagotable de las Indias que marcó a todos los reinados españoles de la Casa de Austria.

A la política fiscal y financiera se sumó la organización de la estructura administrativa. En 1520, en el seno del Consejo Real, es decir, el de Castilla, se designó un primitivo grupo de consejeros sobre asuntos de las Indias. Pero fue tras la reforma administrativa de 1522-1523, provocada por la recepción de noticias presentadas en la corte por los procuradores de Cortés, que se fundó, en 1524, el Real y Supremo Consejo de las Indias, con consejeros, oficiales, presidente y jurisdicción propia. Hasta entonces, la única instancia real con jurisdicción sobre los asuntos de los enclaves hispanos en América había sido la Casa de la Contratación, fundada en 1504. La estructuración organizativa de aquel sínodo evidenció la importancia transcontinental de la conquista de Mexico-Tenochtitlan.

Pero la incorporación de Nueva España al conjunto de la corona de Castilla fue resultado de un largo proceso que implicó la configuración de una entidad mayor y extremadamente débil: la monarquía de España. Nueva España pasó por la enunciación de ese nombre sin un territorio, su invención posterior a partir de unas cuantas alianzas en las que fueron claves los descendientes de los señoríos indígenas, sobre las que se montó la formación de una amalgama de intereses contrapuestos y complementarios que se negociaban cada tanto. Nueva España fue resultado de una dinámica permanente entre los intereses locales y la adaptación de los marcos globales de asimilación que, como los otros territorios de la monarquía, estaba en constante transformación. No hubo una incorporación de Nueva España de una vez y para siempre, no hubo una sola concepción de qué era Nueva España desde su primera enunciación en 1520, hasta su desarticulación en 1821. Pero todos hacían uso de aquel nombre para reivindicar sus propios intereses.

Así, en el horizonte de expectativas que propiciaban las noticias de la llamada “conquista de Nueva España”, se cifraron tanto los sueños de los migrantes europeos por un futuro mejor que su presente, como las delirantes disposiciones reales que terminaron atrapando las políticas dinásticas de los Austria, en beneficio de los grandes mercaderes y financieros particulares. Como en el sueño de Sor Juana, la morfina de las noticias de América desató una fuerza estructurante en el Atlántico, que igualó a ricos y pobres, grandes y chicos, gobernantes y gobernados.

 

Para leer más

  • Ida Altman, Emigrantes y sociedad: Extremadura y América en el siglo XVI, Madrid, Alianza, 1992.
  • Peter Boyd-Bowman, "Patterns of Spanish emigration to the Indies until 1600", The Hispanic American Historical Review, vol. 56, núm. 4, 1976, p.580-604
  • Hilario Casado Alonso, “El comercio de Nueva España con Castilla en época de Felipe II: redes comerciales y seguros marítimos”, Historia Mexicana, vol. LXI, núm. 3, 2012, p. 935-993
  • José Luis Martínez, Hernán Cortés, México, UNAM/ Fondo de Cultura Económica, 1990.
  • José Luis Martínez, Pasajeros de Indias. Viajes trasatlánticos en el siglo XVI [primera edición, Madrid, 1983], México, Fondo de Cultura Económica, 1999.
  • Ernesto Schäfer, El Consejo Real y Supremo de las Indias. Historia y organización del Consejo y la Casa de Contratación de las Indias [1935], Madrid, Junta de Castilla y León/Marcial Pons, 2003, 2 vols.

 

 

Para citar: Gibrán Bautista y Lugo, Nueva España, horizonte de expectativas europeas, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/index.php/amoxtli/2759/2759. Visto el 04/05/2024