La conquista en la intelectualidad española del siglo XIX
La mirada apologética hacia la conquista de América imperó durante todo el siglo XIX español, se acentuó en el siglo XX y aún pervive en la actualidad editorial. Pero el germen de la visión crítica también se consolidó en el siglo de las independencias y el desastre colonial del 98. Los avatares de la historia acentuaron la pugna ideológica entre lascasianos y cortesianos, origen del eterno debate que rodea la conquista de México.
La relación entre Hernán Cortés y el emperador Carlos V fue siempre tirante y áspera. Las cartas de relación del conquistador, reimpresas en varios países, fueron prohibidas en 1527. Parecía que la fama creciente del extremeño incomodaba a la corte de los Austrias. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el relevo dinástico cambió las cosas: los Borbones decidieron usar la figura del conquistador para legitimar su política colonial. Las relaciones de Cortés se reimprimieron en 1749 para acrecentar el interés por América y promover al de Medellín como modelo y ejemplo a seguir.
Mientras en la España borbónica la temática de los conquistadores protagonizaba numerosas obras de teatro, novelas, poesías y compendios históricos apologéticos, en Francia nacía la llamada Leyenda Negra, que denunciaba los excesos de la conquista y que sirvió a partir de la primera década del siglo XIX para legitimar la causa independentista en México. Hay que señalar que el desprecio por los indígenas fue bastante generalizado desde la ilustración hasta el siglo XIX. Para Cornelius Paw eran seres primitivos y carentes de cultura; George Washington les llamó «bestias de rapiña»; Hegel asumió que no formaban parte de la historia universal; Immanuel Kant afirmó que carecían de afectos y pasiones y que eran infecundos, mudos y perezosos; Marx les consideraba tan inútiles como a los españoles. El mexicano Francisco Xavier Clavijero y el prusiano Alexander von Humboldt fueron dos excepciones tempranas y notables de respeto e interés por los nativos, pero como vemos, el desdén y el racismo fueron el común denominador.
La quiebra de los imperios ibéricos en América (1809-1824) puso de moda en Europa los textos críticos con España y la conquista. La brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas se reeditó y encendió la mecha del debate. Tanto en México como en España, los liberales tomaron como referente el radicalismo ardoroso de Las Casas y los conservadores ensalzaron a Cortés. Ante tales circunstancias, el gobierno de Madrid prohibió La brevísima en 1821. Asistimos pues a un paradigma que dura hasta nuestros días: el fraile defensor de los indios será odiado por los nacionalistas españoles; el conquistador, idolatrado.
A partir de entonces la brecha ideológica se abrió aún más. Los nacionalistas radicalizaron su discurso e impulsaron las obras apologéticas sobre los conquistadores. Cristóbal Colón (cuyos errores geográficos y crueldades con los indios eran de sobra conocidos) fue convertido en un héroe y representado en obras como La aurora de Colón (1838), de Patricio de la Escosura; Cristóbal Colón o las glorias de España (1840), de Antonio Ribot y Fonsoré o La última hora de Colón (1891) de Víctor Balaguer.
En 1836, España por fin reconoció la independencia de México e inauguró una nueva relación entre ambos países. Tres años después llegó a México el ministro plenipotenciario español, Ángel Calderón de la Barca, que en un llamado a la reconciliación contribuyó a la fundación de El Ateneo Mexicano. De la Barca fue uno de los nexos de unión entre los investigadores mexicanos y el académico bostoniano William H. Prescott, que publicó en 1843 su exitosa Historia de la conquista de México, elogiosa con la figura del conquistador «civilizador» contra la «barbarie» mexica.
En 1862, Benito Juárez rompió nuevamente la diplomacia con España debido al reconocimiento que la corona había brindado al emperador Maximiliano de Habsburgo durante su breve reinado (1864-1867). Las relaciones mejoraron sensiblemente bajo la presidencia de Porfirio Díaz (1877-1911), que propulsó un acercamiento a la cultura europea.
En Madrid, por motivos obvios, la conquista no fue sometida a un debate tan intenso como en el caso mexicano. De 1890 a 1894 se publicó la Historia General de España, dirigida por Antonio Cánovas del Castillo, una de las últimas miradas optimistas al brillo del imperio español. La obra de Niceto Zamacois, Historia de Méjico (1876-1882), es aún más representativa del afán apologético de la historiografía española hacia Cortés. En un contexto en el que varios intelectuales mexicanos (como José María Luis Mora o Joaquín García Icazbalceta) ya habían dado muestras de equidistancia, Zamacois atribuyó a Cortés todo un compendio de virtudes: lucidez, valentía, ingenio y hasta modestia, virtud de la que ni el mismo extremeño había presumido.
La pérdida de Cuba unió a ambos países; España y México fueron un dique de contención ante el naciente imperialismo estadounidense en Latinoamérica. El desastre del 98 supuso un hito en la historiografía española: el pasado imperial fue desintegrado y el sistema caciquil canovista fue incapaz de superar la tragedia. No obstante, la actitud de los intelectuales españoles no fue ni mucho menos unánime.
Miguel Unamuno fue uno de los escritores más importantes de la llamada Generación del 98. A pesar de que siempre se mostró crítico con todo nacionalismo, defendió el nombre de España contra la llamada Leyenda Negra americana. En uno de sus artículos firmado en Salamanca el 26 de octubre de 1892 en El Nervión de Bilbao, Unamuno criticó la intrusión de la letra equis en la literatura mexicana y la tachó de «prurito nacionalista» y de «desahogo infantil» equiparable al que conducía a los vascos a escribir Bizkaya con la letra ka, «sólo para enfatizar que el vascuence es un idioma de distinta estirpe que el castellano y no emparentarlo con él». La polémica de la jota española y la equis náhuatl se acentuó tras la revolución mexicana. En 1915, Ramón María del Valle-Inclán hizo un guiño a los nacionalistas mexicanos: «Resolví irme a México porque México se escribe con x». Como recordó Alfonso Reyes, resultó que la «americanada» criticada por Unamuno fue un signo evocador y excitante para otros escritores españoles.
En 1899 aparecieron las obras más interesantes y críticas con la conquista. Cuando España aún arrastraba la resaca del gran desastre colonial, Luis Vega Rey publicó Puntos negros del descubrimiento de América, texto en el que exponía la violencia extrema de los conquistadores y el trato cruel que Cortés dio a Cuauhtémoc. El mismo año, el republicano catalán Francisco Pi y Margall publicó el drama Güatimozín y Hernán Cortés, uno de los primeros textos españoles que reflexionó sobre la conquista de México renunciando a la glorificación del conquistador. A lo largo de la obra, el extremeño y el mexica debaten desde un tiempo presente. Cuauhtémoc se muestra lúcido, valiente y seguro de sí mismo; se burla de la mala fama que sufre Cortés en México y se jacta de su gloria estatuaria presente en tantos monumentos de la Ciudad de México. La obra abrió llagas en el público español y fue criticada muy duramente por escritoras como la condesa Emilia Pardo Bazán. Aunque parte de los intelectuales ya habían comenzado el proceso de desmitificación del conquistador, España aún no estaba preparada para asumir una visión cruda y crítica de la conquista.
Desde comienzos del siglo XX aparecieron cada vez más intelectuales españoles críticos con la conquista y sus herederos. Entre todos ellos destacó el citado Valle-Inclán, que escandalizó a la comunidad española con sus ataques al «gachupín» prepotente y su abierto apoyo a la Revolución Mexicana. En su novela Tirano Banderas (1926), el escritor gallego describió la corrupción y la acumulación de riquezas de los españoles radicados en México: «representantes de la España de pandereta».
No obstante, la visión de Valle-Inclán fue más bien una excepción. Los intelectuales más influyentes de la Generación del 98 mantuvieron una visión apologética con respecto al colonialismo. Ortega y Gasset afirmó que la conquista de América fue «lo único verdadera, substantivamente grande que ha hecho España» y que representó «el mayor deber y el mayor honor de España». Ramiro de Maeztu recalcó que no hay en la historia universal una empresa comparable a la conquista. Incluso un espíritu rebelde como Pío Baroja mostró un desprecio constante hacia América, a quién denominó "el continente estúpido".
En 1914 el español Julián Juderías (más tarde académico de la Historia), publicó el libro La leyenda negra y la verdad histórica, en el denunció la negación «en todos los países» de cuanto es favorable y hermoso en España, «fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad». Su libro, apologético con el imperio español, fue muy influyente y a partir de los años cuarenta convenció a los intelectuales de raigambre franquista de la necesidad de reestablecer el buen nombre de España en el mundo. Aún hoy, autores nacionalistas de ventas millonarias siguen empeñados en el mismo propósito.
La conquista, como vemos, fue vista por la mayoría de los intelectuales españoles del XIX como una gesta civilizadora; uno de los episodios más importantes y positivos de la historia. Dicha tendencia aún hoy sobrevive en las librerías, a pesar del afán equidistante de historiadores rigurosos como María del Carmen Martínez Martínez y Esteban Mira Caballos entre otros. La visión decimonónica de la conquista está lejos de haber desaparecido, pero las nuevas miradas historiográficas se abren paso sin demora.