Las fiestas de los antiguos nahuas

Una de las cosas que más llamó la atención de los frailes españoles empeñados en la evangelización de los pueblos indígenas de México era su profunda religiosidad, o dicho de otra manera, su empeño en la celebración de las numerosas fiestas de su calendario. Como pudieron darse cuenta Andrés de Olmos, Toribio de Benavente Motolinía, Diego Durán, Bernardino de Sahagún y muchos otros frailes franciscanos y dominicos, los nahuas gastaban la mayor parte de sus recursos humanos y económicos en la realización de estas grandiosas celebraciones dedicadas a los diversos dioses de su panteón. Como era de esperarse, los evangelizadores intentaron dirigir esta piedad religiosa (depurada de ritos inaceptables para los cristianos, como el sacrificio humano y la antropofagia) hacia Dios, Jesucristo, la Virgen y la multitud de santos cristianos que los indígenas adoptaron como patronos de sus nuevas ciudades, villas y pueblos.

En los diferentes poblados o altepetl nahuas regían varios sistemas calendáricos todos de matriz mesoamericana que acoplaban diversos ciclos calendáricos en los cuales periódicamente caían las fiestas. El tonalpohualli (cuenta de los días), un ciclo de 260 días que combinaba una serie de 13 numerales con otra de 20 signos, era la cuenta básica del sistema calendárico náhuatl. Debido a su falta de concordancia con algún ciclo astronómico o de la naturaleza (aunque los investigadores modernos sospechan que tuviera alguna relación con el ciclo de gestación humana), los frailes españoles lo consideraron un “invento diabólico” que había que destruir, aunque estaba tan arraigado en la costumbre del pueblo que nunca lograron desbaratarlo completamente (por eso se mantiene la cuenta del tonalpohualli o tzolkín en algunas comunidades de México y Guatemala hasta el día de hoy).

En este ciclo de 260 días se celebraban diferentes fiestas, pero por la falta de interés de los misioneros españoles éstas fueron pobremente documentadas y por un prejuicio eurocéntrico (que persiste hasta hoy), según el cual el “verdadero calendario” debía conformarse a la duración del año trópico de 365 días más el día bisiesto que caía cada cuatro años, las fiestas del tonalpohualli fueron consideradas como “movibles”. En su Historia general de las cosas de Nueva España, Sahagún refiere brevemente 16 “fiestas movibles”, pero es muy probable que éstas fueran muchas más. Una de éstas se celebraba por ejemplo en el día nahui olin (4-movimiento), en el cual, siempre de acuerdo a Sahagún, los nahuas “ofrecían a la imagen del Sol codornices e incensaban y en el medio mataban cautivos delante de ella, a honra del Sol”.[1] Esto no era para nada casual dado que, según los nahuas, 4-movimiento era el signo calendárico en el cual había nacido el Sol y en el cual se suponía que iba a ser destruido.

Otro ciclo calendárico en el cual se celebraban las fiestas nahuas era el xihuitl (año) o cempohuallapohualli (cuenta de las veintenas). Este ciclo era considerado como el “verdadero calendario” por los misioneros (véase por ejemplo la apología de Sahagún en el apéndice del libro IV de su Historia general) y por lo tanto fue investigado mucho más a fondo que el tonalpohualli, porque los evangelizadores sospechaban que los indígenas seguían celebrando sus ritos “idolátricos” en esas fechas fijas del año trópico y que, además de festejar la Navidad o la Pascua, conmemoraran el nacimiento de Huitzilopochtli o la muerte de Tezcatlipoca. Las veintenas del año mesoamericano eran 18 y en cada una de ellas se llevaba a cabo un entramado de rituales dedicados a diferentes deidades según la estación en la cual tenían lugar y en concordancia al barrio o al pueblo en los cuales se celebraban.

Para los mexicas de Mexico-Tenochtitlan y Tlatelolco, por ejemplo, era muy importante la fiesta de panquetzaliztli(levantamiento de banderas), que en el siglo XVI caía cerca del solsticio de invierno, y en la cual nacía su dios patrono Huitzilopochtli. Para otros pueblos del valle de México, como los otomíes y los tepanecas asentados en la parte occidental de la cuenca lacustre y en la que se conoce hoy como Sierra de las Cruces, era central la fiesta de xocotl huetzi (cae fruta) o huei miccailhuitl (gran fiesta de los muertos), que se celebraba en agosto y en la cual se levantaba el poste llamado xocotl (fruta). Este alto mástil formado por el tronco de un árbol traía en su cumbre una imagen del dios del fuego Otonteuctli, patrono de los otomíes, y durante la fiesta de xocotl huetzi se realizaba una competencia lúdica parecida a la que se conoce en España como “palo encebado” o “cucaña” (curiosamente esta costumbre era más similar a este juego de origen europeo que al conocido “palo volador” mesoamericano).

Además de las fiestas del tonalpohualli (cuenta de los días) y del cempohuallapohualli (cuenta de las veintenas), las dos cuentas principales que conformaban los calendarios nahuas del centro de México, había otras fiestas periódicas que se celebraban al cabo de ciertos intervalos de tiempo más largos, que podían ser de 4, 8 o 52 años.

Cada 4 años se realizaba la gran fiesta dedicada al dios del fuego Xiuhteuctli en la veintena de izcalli, “algo que ha revivido o crecido”, cuyo nombre hacía probablemente referencia al crecimiento del fuego y el regreso del calor solar (tonalli) que anunciaba el renacimiento de la vegetación entre finales de febrero y principio de marzo. Aunque la fiesta de izcalli se llevaba a cabo cada año, al final de un período de cuatro años esta celebración se hacía con particular dispendio de recursos y en ella morían varios esclavos que habían sido vestidos con las insignias de Xiuhteuctli, es decir que eran las “imágenes vivientes” del dios del fuego, sus “representantes” en la tierra. Sahagún, quien registró con bastante detalle esta fiesta de izcalli, que era la última del año, conjeturó que en ella se realizaba el ajuste “bisiesto” del calendario náhuatl, pero esta suposición no estaba fundada en testimonios indígenas y podría representar un prejuicio europeo de un fraile que no podía imaginar un año que no se ajustara a la duración astronómica exacta del año trópico, de aprox. 365,25 días.

Cada 8 años se realizaba una fiesta en honor al dios del maíz Cintéotl, llamada en náhuatl atamalcualiztli, “comida de tamales de agua”. El nombre de la fiesta indicaba la preparación de tamales hechos de masa de maíz cocido en agua simple, sin nixtamalizar, los cuales se hacían con la intención de dejar reposar al dios Cintéotl, que se había cansado después de haber sufrido el proceso de nixtamalización durante 8 años. De acuerdo con Sahagún, la fecha de la celebración de atamalcualiztli era variable, entre octubre y noviembre, y probablemente esta mutabilidad obedecía a la necesidad de hacer concordar ciertos ciclos astronómicos, como la fase de la Luna y el ciclo sinódico de Venus. La “comida de tamales de agua” era una fiesta muy alegre y burlona, en la cual aparecían muchos acróbatas, mimos y farsantes, y en ella se conmemoraba también el episodio mítico del rapto de la diosa Xochiquétzal por Tezcatlipoca y su unión sexual, que dio origen al nacimiento del dios del maíz Xochipilli-Cintéotl.

Al cabo de 52 años, un período de tiempo considerable que caía sólo una vez en la vida de un individuo mesoamericano promedio, los mexicas celebraban la gran fiesta del Fuego Nuevo, que culminaba su cuenta de los años en el año 2-caña. El nombre náhuatl de esta festividad era toxiuhmolpilia, “se atan nuestros años”. La última vez que esta ceremonia se llevó a cabo antes de la llegada de los españoles fue en 1507, bajo el último huei tlatoani de Tenochtitlan Moteuczoma Xocoyotzin. En la noche de la fiesta, se apagaban todos los fuegos de los templos y de los hogares de la cuenca de México y los principales sacerdotes mexicas, ataviados como los dioses, hacían una procesión del centro ceremonial de Tenochtitlan al cerro Huixachtépetl (hoy Cerro de la Estrella en la alcaldía Iztapalapa). Ahí sacrificaban a un prisionero de guerra escogido por el mismo tlatoani y en su pecho encendían el Fuego Nuevo, con el cual alimentaban una enorme hoguera, visible por todos los rincones del valle de México, y luego distribuían el fuego a los barrios de Tenochtitlan y a todos los pueblos sujetos.

El encendido del Fuego Nuevo era una ceremonia sumamente peligrosa y delicada, dado que los mexicas creían que en este momento se podía acabar el mundo y el Sol pudiera no volver a salir, sumergiendo la tierra en una noche sin fin. Todo mundo estaba temeroso y vigilante en la azotea de su casa, esperando el momento en el cual se veía que el fuego había sido encendido nuevamente, señal de que la vida no terminaría y que el Sol y las estrellas seguirían su marcha. En 1507, los mexicas y los otros pueblos nahuas y otomíes de la cuenca de México nunca hubieran podido imaginar que de ahí a pocos años el mundo como lo conocían hubiera sido realmente sacudido por una calamidad tan grande como la llegada de los españoles y la caída de Mexico-Tenochtitlan, aunque este acontecimiento central para la historia de México, que marcó un cambio radical en la vida de los indígenas, no se puede comparar con el fenecimiento del Sol, que hubiera significado el exterminio de la humanidad entera.

 

[1] Sahagún, fray Bernardino de, Historia general de las cosas de Nueva España, 13ª edición, edición de Ángel María Garibay K., México, Porrúa, 2006, p. 91.

Para citar: Gabriel Kruell, Las fiestas de los antiguos nahuas, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/index.php/amoxtli/2471/2471. Visto el 19/04/2024