

En los amoxtli de la semana pasada Elena Mazzeto y Alejandra Dávila Montoya nos introdujeron en las características y particularidades del Mercado de Tlatelolco. Por su parte, cuando Bernal Díaz del Castillo hizo su entrada en dicho recinto le resultó inevitable compararlo con experiencia conocida más próxima: el mercado de Medina del Campo y describió la experiencia de la siguiente manera: “y desta manera estaban cuantos géneros de mercaderías hay en toda la Nueva-España, puesto que por su concierto, de la manera que hay en mi tierra, que es Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que en cada calle están sus mercaderías por sí, así estaban en esta gran plaza” (Díaz del Castillo,1983, p.256). En consecuencia, el cronista nos regala una magnífica oportunidad para realizar una primera aproximación a los mercados y los mercaderes en el occidente medieval.
Desde el segundo tercio del siglo XI la región de Europa occidental atravesó un proceso de crecimiento demográfico sostenido, a la vez que asistió a la formación de estructuras políticas consolidadas, esto trajo como consecuencia un aumento considerable de la producción, consumo y circulación de bienes y monedas, por tierra y por mar, entre las principales ciudades de la época. En este contexto, los mercaderes se yerguen como los grandes intermediarios que proporcionan bienes y noticias (Le Goff y Schmidt, 1999, p.538). Si bien su origen como grupo social está sujeto a largos debates historiográficos, es necesario destacar que su rasgo distintivo era -en una sociedad que se define en relación con la tierra- la libertad de tránsito.
Según Pierre Monnet -autor de la entrada “Mercaderes” en el Diccionario del Occidente Medieval-, pese a la necesidad de introducir matices regionales y cronológicos para describir la figura del mercader, se pueden distinguir en el perfil de nuestro personaje en cuestión 8 características que resultan recurrentes:
Cabe señalar que, aunque muchas veces se interpreta la figura del mercader y sus prácticas como una evolución líneal-ascendente -desde el itinerante del s. XII hasta el banquero del s. XV-, en la realidad histórica retratada en los documentos, se solapan y conviven diversas formas de comercio, de tráfico, de monedas, y los mercaderes se encuentran insertos en diversos espacios con variados rangos y especialización.
Los mercados, por su parte, nacen de la necesidad de intercambiar los excedentes de la producción de los latifundios medievales, por ende, se configuran, en sus inicios, como mercados rurales. Con el crecimiento de las ciudades – hacia los siglos. XI-XII – estos eventos modificaron sus características originales y ganaron importancia en la medida en que se celebraban estacionalmente, contaban con la presencia de forasteros, aumentaba su tráfico comercial y el señor de la ciudad concedía más privilegios a los mercaderes, por ejemplo: salvoconductos para su desplazamiento hasta el lugar del mercado, seguridad en su viaje, no aplicación del derecho de represalia, entre otros. Así, dichos eventos de carácter rural adquirieron un matiz urbano, e incluso, muchos de ellos se transformaron en importantes ferias.
Uno de los ejemplos más representativos es el de las Ferias de Champaña; éstas iniciaron como simples mercados agrícolas, pero su excelente posición geográfica, el crecimiento poblacional y productivo y el atento ojo de los Condes de Champaña las transformaron en un magnífico ciclo de 6 ferias donde fluía la mayor cantidad de mercancías, de época: tejidos franceses y flamencos, sedas, ceras, vino, especias, y animales, entre otras tantas cosas más. Asimismo, era un gran centro de intercambio cultural dado que en los tiempos de feria convergían en la ciudad diversas lenguas, usos, costumbres y hasta técnicas y conocimientos variados. Es incluso, en este contexto donde nace el sistema de créditos y débitos o incluso la posibilidad de diferir el pago hasta la feria siguiente.
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