El Real de Hernán Cortés durante el asedio a México-Tenochtitlan

Durante el sitio de México-Tenochtitlan los españoles y sus aliados indígenas organizaron su permanencia a través de lugares estratégicos que rodeaban la ciudad insular al oeste y al sur. Su objetivo era emprender una avanzada gradual hacia el corazón de la capital mexica, necesitando contar con un sitio bien defendido al cual retirarse oportunamente cada día, y a proximidad de los bergantines, cuyo número había sido dividido entre los tres grupos de fuerzas atacantes que controlaban las vías de acceso más importantes de la isla.

Pedro de Alvarado y sus fuerzas se situaron en Tlacopan (hoy Tacuba), mientras que Cristóbal de Olíd se asentó en Coyoacan, donde  más tarde lo alcanzó Gonzalo de Sandoval y sus hombres, quienes habían recorrido Iztapalapa y la calzada del mismo nombre. Hernán Cortés se aposentó en Acachinanco, una fortificación localizada en el extremosur de la calzada de Iztapalapa, justo antes de que esta última se bifurcara, alcanzando las ciudades lacustres sureñas de Mexicaltzinco, Colhuacan e Iztapalapa y al oeste las ciudades de Tlacatecco y Atlacuihuayan (hoy Tacubaya).

En sus Cartas de Relación Cortés describe con detalle este espacio, explicando que se encontraba a “media legua” de la ciudad, formado por dos torres rodeadas de muros y decoradas con almenas. Dos puertas permitían la entrada y la salida de la ciudad y dos “torres de sus ídolos, pequeñas, que estaban cercadas por su cerca baja” (Cortés 1970: 160-161) completaban la estructura. Acachinanco, al igual que otros espacios lacustres de la isla de México-Tenochtitlan, como Tetamazolco (al este) y Totecco (al norte), también tenía la función de embarcadero. Al principio del sitio de Tenochtitlan, Cortés disponía aquí de veinticinco ballesteros y escopeteros, más doscientos cincuenta hombres asignados a sus siete bergantines e innumerables aliados indígenas.

Las acciones diarias del ejército hispano-indígena atrincherado en los reales dependía del resultado de las confrontaciones bélicas suscitadas entre ambos bandos en pugna. Cada ataque perpetrado con insistencia por los numerosos y combativos guerreros mexicas podía costar grandes pérdidas a la avanzada española. Tal vez la única actividad que brindaba al contingente hispano-indígena la ilusión de una regularidad efímera era la misa a la que asistían todos los días por la mañana; puesto que, durante la jornada, trataban de penetrar la defensa mexica y de apoderarse, calle tras calle, casa tras casa, de la ciudad, organizando una retirada estratégica hacia los reales para descansar por la noche.

Se puede percibir la frustración del “Capitán” al argumentar, en su carta dirigida a Carlos V, que la táctica bélica aplicada por los suyos podía resultar negligente, ya que todos los puentes y albarradas de los que el ejército hispano-indígena se apoderaba durante el día eran sucesivamente reconquistados por los mexicas, quienes trabajaban incansablemente en la noche para recobrar el terreno ganado momentáneamente por los invasores. A este respecto, Cortés explica que, para que los resultados de los asaltos fueran efectivos, hubiera sido necesario trasladar el real hacia el corazón de la ciudad, esto es, el recinto ceremonial, o que los puentes fueran vigilados de manera permanente durante la noche. Se trataba de dos opciones igualmente peligrosas debido al desequilibrio numérico. Así mismo, las tropas españolas terminaban el día muy cansadas después de las batallas diarias, por lo que hubiera sido impensable obligar a los soldados a custodiar los puentes en las horas nocturnas.

Durante los meses de permanencia en el real, el Capitán recibió múltiples visitas. Desde Texcoco llegaron alrededor de 30.000 hombres de guerra, más 40.000 enviados por el antiguo miembro de la Triple Alianza a los otros dos reales (20.000 guerreros en cada real). Sucesivamente llegaron los xochimilcas y los otomíes para ofrecer su lealtad a Cortés y a Carlos V. Otra ayuda fue proporcionada por los habitantes de las comunidades lacustres de Iztapalapa, Huitzilopochco, Mexicaltzinco, Culhuacan, Mizquic y Cuitlahuac, quienes se incorporaron como nuevos aliados. Éstos se revelaron muy útiles a la causa de Cortés por tres razones. En primer lugar, trajeron muchas canoas para apoyar en las batallas anfibias que se libraban cada día alrededor del real; en segundo lugar, se encargaron de construir nuevas casas para el ejército hispano, hospedado temporalmente en chozas cuyo abrigo perecedero no era suficiente durante la impetuosa temporada de lluvias de la Cuenca. En tercer lugar, las comunidades lacustres empezaron a abastecerlos de comida, de la cual el ejército hispano-indígena tenía gran necesidad. Cortés afirma que las entregas estaban formadas en su mayoría por “pescado y cerezas”, “que hay tantas que pueden bastecer, en cinco o seis meses que duran, a doblada gente de la que en esta tierra hay” (Cortés 2003: 253-254).

El cerco de enemigos alrededor de México-Tenochtitlan iba aumentando día tras día, mientras que los mexicas seguían resistiendo furiosamente, luchando por cada puente y cada acequia. Si la esperanza de una victoria se había esfumado, el ardor de la resistencia estaba más vivo que nunca: los mexicas de Cuauhtémoc habían decidido resueltamente de qué manera morir.

 

Para saber más:

  • Cortés, Hernán, 1970, Cartas de Relación, México, Porrúa.
  • Cortés, Hernán, 2003, Cartas de Relación, Madrid, Dastin.
Para citar: Elena Mazzetto, El Real de Hernán Cortés durante el asedio a México-Tenochtitlan, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2715/2715. Visto el 24/04/2024