La Conquista en los murales de Diego Rivera

En el imaginario sobre la Conquista, ocupan un lugar especial las representaciones creadas por Diego Rivera. Desde hace casi cien años, un grupo de imágenes tomadas de su obra mural se multiplican en libros de texto, postales, videos y todo tipo de formatos y medios. El caleidoscopio de representaciones riverianas sobre la guerra de conquista ha servido, una y otra vez, para ilustrar la violencia, crueldad y ambición desmedida de los conquistadores españoles. No es exagerado pensar que el sentimiento antihispanista sigue nutriéndose de esas visiones pictóricas de soldados malencarados y avariciosos que cargan bolsas de oro, destruyen todo a su paso, someten y vejan a los indígenas, marcan sus cuerpos con fuego y los explotan de forma inhumana como fuerza de trabajo. En cuanto a Hernán Cortés, el inolvidable retrato que le dedicó Rivera al inicio de los años cincuenta es imagen elocuente de la condena moral que, a lo largo del tiempo, ha pesado sobre este personaje.

Las visiones de la Conquista pintadas por Rivera se encuentran en tres programas murales: en el Palacio de Cortés en Cuernavaca en 1930, en la pared central del gran tríptico mural conocido como Epopeya del pueblo de México (1929-1935), que se encuentra en la escalera principal del Palacio Nacional; y en el célebre panel titulado La llegada de los españoles a Veracruz (1951) que sirve como remate a una serie de murales sobre el mundo indígena situados en el corredor del primer piso del Palacio Nacional. Estos pasajes pictóricos forman parte de interpretaciones de la historia nacional que Rivera comenzó a idear en la década de los años veinte y que, con el paso de los años, fueron volviéndose cada vez más radicales en su crítica a la Conquista.

Como hombre que nació a finales del siglo XIX, el fundamento de la educación histórica de Rivera se sitúa en obras del repertorio historiográfico liberal, como el compendio de México a través de los siglos (1884-1889) y los libros de Justo Sierra (México, su evolución social e Historia patria). Estos murales también dan continuidad a una tradición artística, es decir la pintura de historia que se practicó en las últimas décadas del siglo XIX en la Academia de Bellas Artes. En este sentido, el propio Rivera reconoció la importante influencia de su maestro, el artista Félix Parra, quien pintó cuadros que generaron polémica en su momento: Fray Bartolomé de las Casas (1875) y Episodios de la Conquista. Matanza de Cholula (1877). Asimismo, habrá que sumar al carácter del pensamiento histórico de Rivera su convicción y militancia comunista, que lo llevó a concebir el desarrollo de la historia de México en términos dialécticos, como el resultado de confrontaciones entre fuerzas opuestas. En este esquema, la guerra del siglo XVI se presenta como el momento fundador de la injusticia, desigualdad y explotación social en México. Después de la Conquista, la esclavitud y el abuso se perpetúan en el tiempo mediante diferentes formas de opresión, que solo una revolución proletaria podrá llevar a su fin.

Para dar visos de “realidad” a sus interpretaciones del pasado, Rivera asumió el enfoque científico de la historiografía liberal. Por ello, se apoyó en fuentes consideradas “auténticas” y “legítimas”, como códices y documentos coloniales reproducidos en otros libros y ediciones facsimilares. Se ha identificado que para los frescos del Palacio de Cortés y del muro central de Historia de México, que pintó casi simultáneamente durante 1930, se valió de diversos códices, como el Lienzo de Tlaxcala, el Códice Florentino, los Primeros memoriales y el Códice Mendoza. Estas referencias visuales fueron transfiguradas por el lenguaje clasicista de sesgo moderno que caracteriza el estilo de Rivera, quien también recibió inspiración de obras renacentistas, por ejemplo el tríptico La batalla de San Romano de Paolo Ucello. Con ello, los pasajes pictóricos de la Conquista adquieren un atractivo irresistible. La experiencia de ver estos murales es paradójica: generan condena por el “tema” –la destrucción del mundo indígena—, pero también nos seducen por su calidad artística expresada en el brillo de las armaduras, el ritmo marcado por las lanzas y los arcabuces, la belleza de los caballos y la variedad y riqueza de trajes, armas y escudos que portan los guerreros indígenas.

 

Hernán Cortés

En 1945, Rivera comenzó a pintar el conjunto de frescos ubicados en el corredor de Palacio Nacional. El último panel, realizado en 1951, muestra la llegada de los españoles a Veracruz. Allí vemos cómo la conquista militar, con el contubernio de la iglesia católica, destruyeron el paraíso indígena. En distintos planos podemos reconocer la figura grotesca de Hernán Cortés, con un cuerpo y rostro deformados como secuela de sífilis. Su fealdad atrae un juicio condenatorio. El monstruo-conquistador simboliza la corrupción hispana, su sed insaciable de riquezas y su total incomprensión del mundo indígena. Asimismo, el pintor sugiere, mediante una inscripción visible en la parte baja del mural, que los españoles no se propusieron aportar beneficios a los americanos, sino que los cultivos, animales y técnicas que llegaron al continente lo hicieron accidentalmente o por vía de otras culturas no hispanas (como las semillas de trigo que accidentalmente plantó el esclavo negro Juan Garrido, según un testimonio recogido por Francisco López de Gómara en La conquista de México).

En el libro Hernán Cortés y Diego Rivera (UNAM, 1971), el historiador Jorge Gurría Lacroix cuenta la historia detrás de la figura contrahecha del conquistador pintada en el Palacio Nacional. El 24 de noviembre de 1946, se encontraron en la iglesia del Hospital de Jesús unos restos óseos que se identificaron como pertenecientes a Hernán Cortés. Una comisión de antropólogos físicos analizaron la osamenta y rindieron un dictamen que explicaba, entre otros datos, que el español no alcanzaba los 1.60 mts. de altura y que sus piernas estaban arqueadas debido a una condición médica, probablemente osteosis. Tiempo después, el doctor Alfonso Quiroz Cuarón, pionero de la criminología en México, propuso otra interpretación de la osamenta de Cortés, concluyendo que en esos restos “se observan evidentes estigmas degenerativos, que corresponden a un padecimiento: el enanismo por sífilis congénita del sistema óseo”. Este dictamen debe leerse a la luz de otro descubrimiento, proclamado en 1949 por la antropóloga Eulalia Guzmán: el hallazgo del supuesto esqueleto de Cuauhtémoc en Ixcateopan, Guerrero. Diego Rivera usó esos huesos para reproducir, gráficamente, el cuerpo y faz del último tlatoani mexica, mostrándolo como un hombre de complexión delgada y rostro armonioso. Cabe agregar que Guzmán y Rivera apoyaron la interpretaciones del criminólogo, así que cuando el pintor representó a Hernán Cortés no solo contrastó la monstruosidad del conquistador con la belleza de noble indígena como metáfora de un juicio histórico sino que también sustentó sus representaciones en un discurso “científico”.

 

Para saber más:

Para citar: Itzel Rodríguez Mortellaro, La Conquista en los murales de Diego Rivera, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2492/2492. Visto el 30/04/2024