Catalina Suárez, primera esposa de Hernán Cortés

Catalina Suárez (Xuárez o Juárez), apodada Marcaida, fue la primera mujer de Hernán Cortés, a quien los rumores responsabilizaron de su muerte. ¿Qué sabemos de su vida y de aquellos hechos?

Catalina fue una de las muchas jóvenes que cruzaron el océano con la ilusión de una vida mejor y de un ventajoso matrimonio. Sus padres, Diego Suárez Pacheco, de Ávila, y María de Marcaida, vizcaína, fueron vecinos de Sevilla, donde pudo haber nacido Catalina. Deseoso de ennoblecer el linaje familiar, Juan Suárez de Peralta, su sobrino, afirmó que era “hijadalgo” y no dudó en hacerla descender de la casa de Niebla, de los duques de Medinasidonia y del marqués de Villena. Según el cronista López de Gómara pasó a Santo Domingo, en la isla Española, en 1509, con su madre y hermanas, cuando la virreina María de Toledo. Años antes, con fray Nicolás de Ovando, había llegado allí su hermano Juan Suárez.

López de Gómara comenta que las Suárez eran “bonicas”, es decir, agraciadas, y que por ello las festejaban muchos, aunque eran pobres. Según el cronista, aspiraban a casarse con hombres ricos y Catalina decía “cómo había de ser gran señora”. Su deseo empezó a hacerse realidad años después, cuando pasó a Baracoa (Cuba) como doncella de María de Cuéllar, que iba a casarse con Diego Velázquez. Al poco de la boda falleció su señora y, cuando sus prendas se vendieron en almoneda, Juan Suárez adquirió algunas para Catalina, con las que renovó su imagen y consideración.

En la villa de la Asunción de Baracoa se desposó con Cortés, que por aquellas fechas ya estaba en la treintena, aunque relaciones y galanteos con damas no le habían faltado. Hasta que se casaron pasaron más de dos años, tiempo en el que permaneció en casa de su hermano. En esta etapa de su relación se ha recreado la escena del refugio de Cortés en la iglesia y la intervención de Diego Velázquez para que cumpliese con la palabra de matrimonio. Tal vez haya que buscar otras razones en el aplazamiento, entre ellas, la promesa de Juan Suárez de dotar a su hermana Catalina con cierta cantidad que le había dejado su padre, de lo que habría tratado con Cortés. Finalmente, aunque aquella nunca llegó a sus manos, se casó con ella en la ciudad de Santiago, en la isla de Cuba, probablemente en 1515. El tiempo transcurrido desde el compromiso hasta la boda ha dado pie a que se diga que Cortés se casó forzado, asunto que aclara fray Bartolomé de las Casas. El dominico, siempre muy crítico con él, afirmó que Cortés le dijo que, de su boda con Catalina, “estaba tan contento como si fuera hija de una duquesa” y Bernal Díaz del Castillo aseguró que “se casó con ella por amores”.

Comenzaron a hacer “vida maridable” cuando Cortés puso casa en Santiago. El matrimonio compró puercos, yeguas, caballos, herramientas para las minas y contaba con los indios de Manicarao y Arimao que le dio Diego Velázquez. Su situación económica se consolidaba y, en 1516, Cortés, alcalde ordinario de Santiago, gozaba de la confianza de Diego Velázquez y de buenas relaciones en la isla; Catalina disfrutaba así de consideración y posición. La convivencia de la pareja se vio interrumpida en los últimos meses de 1518, tras asumir Cortés la dirección de la armada que le confió Velázquez, y no se reencontraron hasta 1522.

Durante la ausencia de Cortés, Catalina permaneció en la isla al frente de su casa, en compañía de su hermano, sobrellevando los achaques de una enfermedad que la presentaba como “mujer delicada y enferma” porque, de vez en cuando, se quedaba como muerta y, tras aquellos episodios, muy fatigada. Así lo recordaron algunos vecinos de la isla, que vieron como “muchas veces se amortecía y caía en el suelo como muerta, sin pulso”, permaneciendo así más de una hora. Su situación en Santiago, durante la ausencia de Cortés, no fue fácil pues, de la noche a la mañana, perdió el favor de Velázquez, sobre todo cuando se supo que Francisco de Montejo y Alonso Hernández Portocarrero habían hecho escala en la isla sin darle cuenta de la suerte de la armada, y se embargaron algunos de sus bienes para el cobro de las deudas contraídas por su marido.

Bernal dice que Cortés le escribió a ella y a su cuñado tras su expulsión de Tenochtitlan, y les envió joyas y oro. Fue entonces cuando Juan Suárez fletó un barco y fue en su auxilio, mientras que Catalina permanecía en Cuba. Tras la toma de la ciudad, por orden de Cortés, Juan regresó a la isla a buscarla. Su llegada a la Nueva España, en el verano de 1522, fue accidentada. El navío, en vez de arribar a Veracruz, obligado por el mal tiempo, atracó en Ayagualulco; ella y sus acompañantes fueron hasta Coatzacoalcos, desde donde, hasta reunirse con su marido, la escoltaron Gonzalo de Sandoval y otros caballeros.

Avisado Cortés, salió de Tezcoco para ir a su encuentro. El recibimiento fue solemne, con la participación de los conquistadores y naturales que lo acompañaban, como mujer que era del capitán que había ganado la Nueva España. Su marido iba en medio de los jinetes; delante de ellos una treintena de hombres de su guarda, a pie, en formación, quienes, cuando se produjo el encuentro desenvainaron las espadas y las pusieron al hombro. Los tiempos de Cuba quedaron atrás: Catalina era una gran señora, la esposa del capitán general y justicia mayor de la Nueva España.

El matrimonio se instaló en Coyoacán y en su honor se hicieron fiestas y juegos de cañas. En su quehacer diario reprodujo en su casa el modelo que conocía y había vivido. Se rodeó de un amplio servicio del que formaron parte mujeres indígenas y algunas de las esposas de los hombres de Cortés; entre ellas Ana y Violante Rodríguez, camareras, o la joven doncella Juana López.

Saboreaba Catalina el éxito de su marido, inquieto en aquellas fechas por conocer el fallo de las diferencias suscitadas con Diego Velázquez y deseoso de la obtención de la gobernación. Catalina no disfrutó la concesión de aquella merced porque le sobrevino la muerte antes de que la noticia cruzase el Atlántico. En su último día de vida acudió a la iglesia y, tras salir de la celebración, convidó a varias señoras a su casa, donde en la noche participó alegremente en un banquete con numerosos invitados. Finalizada la velada, el matrimonio se retiró a su cámara y sus criadas la desvistieron para acostarse. Previamente, Catalina había pasado por el oratorio, de donde una sirvienta la vio salir “demudada la color”. El silencio de la noche se quebró poco tiempo después, cuando Cortés envió a una india a llamar a las mujeres que la atendían. La cámara estaba a oscuras y, cuando se iluminó, contemplaron a Catalina, recostada sobre el brazo de su marido, que la llamaba pensando que estaba amortecida como otras veces. Los sirvientes y allegados de Cortés fueron testigos de su llanto viendo que no reaccionaba y de cómo se vistió de luto y estuvo triste una temporada. Nadie precisó qué día era, la única referencia que tenemos es que ocurrió “uno de los días de octubre, hacia todos los Santos” de 1522.

Entre las mujeres de su casa que acudieron a atenderla, a las que se sumó María de Vera, llamada expresamente por Cortés, se murmuró y sospechó del marido por una marca que unas vieron y otras no en el cuello de la difunta. Una de ellas, Violante Rodríguez, asoció la suerte de Catalina con el romance de la mujer del conde Alarcos, muerta a manos de su marido, y pronto el rumor circuló en su casa y no tardó en llegar a oídos de Cortés, que reaccionó airado. Fue creciendo de boca en boca y los detalles se distorsionaron e inventaron. Pronto se dijo que Cortés ordenó que rebozasen su rostro, pero aquella decisión, como reconoció María de Vera, una de las que la amortajó, no la tomó él. Fueron ellas las que decidieron ponerle una albanega (redecilla) de oro en los cabellos y cubrirla con una fina mantilla o toca, no con un maxtlatl, como dijeron María de Marcaida y su hijo, que no la habían visto de cuerpo presente. Al amanecer, las campanas tocaron a muerto y Catalina fue enterrada en Coyoacán, mostrando Cortés gran sentimiento por su pérdida. Años después, sus restos fueron trasladados al convento de San Francisco, donde se inhumaron en el centro de la capilla mayor y Cortés instituyó un aniversario por su alma en el hospital de la Concepción de nuestra Señora (Hospital de Jesús).

Siete años después de la muerte de Catalina, mientras Cortés se encontraba en Castilla y en México era sometido a juicio de residencia; su suegra y cuñado lo acusaron de ser el responsable de su muerte echándole “unas azalejas a la garganta, apretándola hasta ahogarla”. Al hilo de las declaraciones de los testigos se recreó el escenario de la muerte: la cama orinada, las cuentas de un collar quebradas, que unas dijeron que eran de azabache, otra de oro y otras ni mencionaron; las marcas en la garganta; un Cortés mujeriego y una Catalina celosa; las posibilidades de una boda mejor.... Aunque hay  contradicciones en sus recuerdos todos coincidieron en que horas antes de morir había danzado alegremente. En 1534, cuando Cortés tuvo oportunidad de responder solo dijo: “Catalina murió de su muerte natural y era mujer enferma, que mucha veces le tomaba mal de corazón y se quedaba amortecida mucho rato, de manera que los que la veían pensaban que era muerta”, y que él la quiso y honró mucho.

La responsabilidad de Cortés en la muerte de Catalina ha suscitado debates y posicionamientos. Alfonso Toro lo encontró culpable mientras que Francisco Fernández del Castillo lo defendió. El cronista Juan Suárez de Peralta, sobrino de doña Catalina, exculpó a Cortés de toda responsabilidad y dijo que murió de “mal de madre”, del que también fallecieron sus hermanas: Leonor, casada con Andrés de Barrios, y Francisca. Bernal dijo que fue de asma y otros que del “mal del corazón”. La única certeza es que, como el mismo Cortés reconoció, se acostó buena y amaneció muerta, de ahí los rumores que circularon. Hay que señalar que los testimonios sobre que Catalina no gozaba de buena salud y había padecido episodios similares se deslizan en las declaraciones de los testigos. También que María de Marcaida, como heredera de Catalina, reclamó a Cortés la mitad de los bienes adquiridos durante su matrimonio, pleito que prosiguió al regreso del marqués del Valle a la Nueva España, sin acusarlo entonces de su muerte.

 

Para leer más:

  • Toro, Alfonso, Un crimen de Hernán Cortés. La muerte de doña Catalina Xuares Marcayda (Estudio histórico y médico-legal), México, Editorial Patria S. A., 1947.
  • Fernández del Castillo, Francisco, Doña Catalina Xuarez Marcayda, primera esposa de Hernán Cortés y su familia, [Lugar de publicación no identificado], Imprenta Victoria, 1920.
Para citar: María del Carmen Martínez Martínez, Catalina Suárez, primera esposa de Hernán Cortés, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/2303/2303. Visto el 25/04/2024