Del paganismo al cristianismo: un ejemplo de sincretismo cultural

A partir de 1519, inició en el actual territorio mexicano un proceso cultural sumamente interesante y complejo: la implantación y difusión del cristianismo en el seno de las sociedades indígenas mesoamericanas. En muchos casos esa implantación fue violenta y se realizó mediante la destrucción de códices, esculturas y templos y la conversión forzosa de los naturales. En otros, por el contrario, fueron los indígenas los que adoptaron la nueva religión como signo de un pacto político de mayor alcance, como ocurrió en el caso de la conversión de los caciques de Tlaxcala. El resultado final, a la postre, fue un proceso de sincretismo religioso que, sin embargo, no era nuevo en la tradición judeo-cristiana.

El cristianismo surgió en el rincón más alejado del Imperio romano en la primera mitad del siglo I de nuestra era en un medio social humilde. Hoy en día, tanto la evidencia arqueológica como la histórica permiten afirmar la existencia de Jesús de Nazareth, a quien la tradición denominó como Cristo, es decir, el ungido. Originalmente, la prédica de Jesús fue considerada como una herejía dentro de la tradición judaica y fue sólo con el paso de los años que logró conformarse como una nueva corriente doctrinal. En dicho proceso de conformación, fue particularmente importante el contacto con las distintas tradiciones culturales del medio oriente y del mundo Mediterráneo, por lo que el cristianismo fue en realidad resultado de un largo proceso de sincretismo cultural y definición doctrinal, litúrgica y disciplinaria que duró al menos cinco siglos.

La historia del cristianismo puede dividirse en cuatro grandes etapas: la primera de ellas se extiende entre el año 30 y el año 70 de nuestra era. En ella se formaron las primeras comunidades cristianas y se desarrollaron las primeras tradiciones sobre Jesús, al tiempo que Pedro y Pablo conformaron la estructura primitiva de aquellas asociaciones, implementaron el rito del bautismo por inmersión como un rito de purificación e incorporación a la nueva comunidad y realizaron las primeras formulaciones doctrinales a través de las célebres cartas que dirigieron a distintas comunidades asentadas en ciudades como Tesalónica, Corinto y Éfeso o bien, a notables dirigentes de aquellas comunidades. En este periodo se formuló también el concepto de Ecclesia, es decir de comunidad. Ello significaba que todas las personas que seguían las doctrinas de Cristo, independientemente de su lugar de origen, de su lugar de residencia, de su raza, de su sexo, de su edad, de su estatus social o de su condición jurídica -libres o esclavos-, eran miembros de una comunidad. Esta noción era contraria a la idea romana de ciudadanía, que se fundaba, precisamente, en el lugar de nacimiento, en la condición de libertad y en la posesión de un patrimonio y era, por tanto, excluyente. También se oponía a la tradición judaica, que sólo consideraba como miembros de la comunidad a los descendientes de las doce tribus de Israel. Esta es una de las claves que explica el éxito del cristianismo, pues fue ante todo una religión universal en la que los pobres y excluidos del mundo romano encontraron consuelo, amparo y dignidad como personas.

La segunda etapa, que se extendió entre año 70 y aproximadamente el año 125, es la que más nos  interesa resaltar pues a pesar de su brevedad fue una de las más dinámicas. En este periodo creció exponencialmente el número de comunidades cristianas por todo el imperio romano, pero particularmente en el Mediterráneo oriental, el este de Europa y el norte de África. De igual manera, la figura de Jesús adquirió los caracteres de los dioses más importantes de los panteones griego (Zeus) y romano (Júpiter), de tal suerte que un simple pastor fue deificado al punto de ser considerado como un dios (un ser de origen divino),creador del universo, señor de la vida y de la muerte y creador del tiempo y al que se identificó con el sol. Ello explica, por ejemplo, que la fecha acordada para celebrar la natividad de Jesús fuese el 25 de diciembre, que era la fecha en la que se celebraba la fiesta del sol en todo el imperio romano. Asimismo, las deidades de distintos pueblos fueron incorporadas con diversos significados, a veces negativos y a veces positivos. Así, el dios egipcio Seth se transformó en Seth-Anás (Satanás), señor del mal, en tanto que las divinidades agrícolas cananeas -los baales- fueron fusionadas en la figura demoniaca de Belcebú. Por su parte, los mensajeros de los dioses, figuras aladas por definición como Apolo o Mercurio, fueron identificadas con los arcángeles, como Gabriel, que es ante todo un mensajero divino. Las divinidades femeninas de la maternidad, la abundancia y la fecundidad, en fin, fueron resignificadas en una nueva figura: la Virgen María.

La tercera etapa del cristianismo se desarrolló entre el año 125 y 313. En ella tuvieron lugar dos hechos fundamentales: por una parte, la nueva religión se propagó por la vertiente occidental del Mediterráneo y permeó también en las clases medias y altas; gracias a ello pudo nutrirse de la tradición filosófica griega y elaborar una doctrina más compleja, esto la hizo aceptable a ojos de las clases patricias y senatoriales. Sin embargo, las distintas corrientes filosóficas que nutrieron al cristianismo tuvieron como efecto inmediato la emergencia de distintas variantes cristológicas, es decir, diversas maneras de entender y concebir la naturaleza de Jesús. De entre las distintas interpretaciones destacan dos: por una parte, la de la línea ortodoxa -la de los seguidores de Pedro y Pablo- que consideraban a Jesús como hijo de Dios encarnado y que pretendían que su interpretación fuese universal, por lo que se definieron a sí mismos como catholicos; por el otro, la de los seguidores de Arrio -los arrianos- que consideraban que Jesús sólo era  hijo adoptivo de Dios, por lo que no compartía la naturaleza divina de su padre.

El segundo de los hechos fue la respuesta violenta que las autoridades romanas dieron a la proliferación del cristianismo y que se materializó en la persecución de las comunidades cristianas. El argumento de fondo no era tanto que los cristianos realizaran una serie de cultos extraños a los ojos de los romanos -comer pan, beber vino, cantar juntos-, sino el que se negaran a obedecer a las autoridades romanas, a servir en el ejército y, sobre todo, a adorar la figura del emperador puestas en las plazas públicas. El emperador era considerado como un dios y su culto permitía articular y mantener cohesionado a un imperio enorme en el que convivían distintas tradiciones culturales y religiosas. Los cristianos consideraban que esa estatua imperial era un ídolo y que el único Dios verdadero estaba en el cielo. Con ello, cuestionaban la figura imperial y todo el sistema político romano. La solución la encontró el emperador Constantino, quien en el año 313 proclamó el Edicto de Milán y decretó la libertad de cultos en todo el imperio.

La última etapa se extiende entre el año 313 y el año 476 de nuestra era. En este siglo y medio, el cristianismo pasó de ser una religión perseguida a ser una religión persecutora. En el año 325 el emperador Constantino convocó a un concilio ecuménico en la ciudad de Nicea para terminar con las disputas cristológicas, pensando que el cristianismo podía servir como nuevo elemento cohesionador de un imperio en proceso de fragmentación. Las formulaciones doctrinales elaboradas en el concilio de Nicea fueron sintetizadas en un Credo de marcada raíz neoplatónica en el que la consustancialidad de las tres personas -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y la divinidad de Jesús eran los pilares fundamentales. Gracias al concilio de Nicea la Iglesia pudo definir una doctrina única que se consideró como la verdadera y correcta -la ortodoxa- y de carácter universal -católica- que concibió a las otras vertientes cristológicas, en particular al arrianismo, como herejías que debían combatirse y extirparse. En el año 380, el emperador Teodosio proclamó por medio del Edicto Tesalónica al cristianismo en su versión católica como religión oficial del imperio romano y finalmente, en el año 476, cuando fue depuesto el último emperador de Roma, el obispo de Roma, quien se consideraba sucesor del apóstol Pedro -y por lo tanto de Jesús- se erigió como la única autoridad política y moral superviviente en un mundo en ruinas.    

            Más allá de la adopción de los caracteres de las deidades del mundo Mediterráneo por la figura de Jesús, el triunfo del cristianismo significó una ruptura con el mundo antiguo de gran calado: frente al politeísmo del mundo antiguo el cristianismo impuso una religión monoteísta; frente a la idea del pueblo elegido, propia de los judíos, el cristianismo impuso la idea de una religión universal; frente a un cómputo del tiempo signado por los años de vida del emperador o las olimpíadas se impuso un nuevo cómputo del tiempo, marcado por el nacimiento de Jesús -una nueva era- y una forma de contabilizar la cuenta de los días a partir del domingo -el Dominus Dei-; frente a la idea de la muerte y decrepitud de la carne el cristianismo impuso la idea de la inmortalidad del alma.

Todas estas nuevas ideas no sólo fueron del dominio de los padres de la Iglesia y los primeros teólogos, sino que se tradujeron en nuevas prácticas culturales y litúrgicas. Así, por ejemplo, la idea de la resurrección al final de los tiempos llevó a transformar las prácticas funerarias, pues si se creía en la resurrección de la carne, los restos mortales ya no podían incinerarse como ocurría hasta entonces, sino que debían inhumarse. De igual manera, frente a los sacrificios e inmolaciones de animales vivos -corderos, bueyes- el cristianismo desarrolló toda una liturgia que permitía simbolizar el sacrificio del cordero en la consagración, llevada a cabo en el momento central de la liturgia de la misa en tanto que el pan pasó a ser símbolo del cuerpo de Cristo, nuevo cordero místico sacrificado por los pecados de los hombres. En este sentido, la misa en sí misma no es otra cosa que la resignificación del banquete fúnebre en honor de los difuntos que conocemos gracias a las descripciones contenidas en la Iliada, por ejemplo.  En este sentido, el pan y el vino -junto con el aceite con el que era llevada a cabo la unción- no eran sino la simbolización de los tres productos agrícolas más importantes en la tradición cultural mediterránea: el trigo, la vid y el olivo. En otros aspectos de la vida, frente a las nociones de poder, riqueza y disfrute del cuerpo, propios del mundo antiguo, el cristianismo -y su aparato de control, la Iglesia-, impuso como valores supremos la pobreza, la humildad y la castidad. Sin embargo y a pesar de todos los dispositivos puestos en marcha para eliminar o cristianizar los elementos culturales del mundo antiguo -considerados paganos por cuanto eran practicados por los campesinos, los pagii-, el sustrato cultural era muy antiguo y muy sólido, por lo que su supervivencia puede constatarse más allá del siglo X y otros muchos, como la consulta de los astros para conocer el futuro, nunca fueron eliminados. 

En conclusión, puede afirmarse que cuando el cristianismo llegó a las costas de Mesoamérica tenía milenio y medio de experiencia en la incorporación de tradiciones culturales distintas y contaba con diversos mecanismos -discursivos, simbólicos, iconográficos, culturales, jurídicos- para conquistar y colonizar los espacios físicos e imaginarios del Nuevo Mundo.

 

Para saber más:

  • Brown, Peter, El mundo de la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma, Madrid, Taurus, 2012 [1971]
  • Brown Peter, Society and the Holy in Late Antiquity, Londres, Faber and Faber, 1982.
  • García de Cortázar, Ángel, Historia religiosa del Occidente medieval (años 313-1464), Madrid, Akal, 2012.
Para citar: Martín Ríos Saloma, Del paganismo al cristianismo: un ejemplo de sincretismo cultural, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1885/1885. Visto el 27/04/2024