Al filo de la guerra y la paz

En enero de 1520 los expedicionarios españoles, encabezados por Hernán Cortés, se encontraban en el filo de una navaja, entre la gloria de una victoria que buscaban transformar en poder y riquezas concretas y el abismo de una guerra que podía terminar con la vida de todos ellos. Llevaban ya dos meses viviendo en México-Tenochtitlan, disfrutando de la hospitalidad de Moctezuma y de los mexicas. Estaban alojados en el lujoso y amplio palacio de Axayácatl que, según sus propios relatos, era suficientemente amplio para dar cabida a más de 300 soldados españoles con sus caballos y otros centenares de aliados indígenas, más un número mayor de concubinas, cocineros y ayudantes. Sus anfitriones los alimentaban en abundancia y les proporcionaban todo aquello que necesitaban o deseaban.

Según los relatos de Cortés y de sus hombres, este trato espléndido era el que les correspondía como nuevos señores de la tierra. El capitán español nos cuenta que el día de su llegada a la capital, el “rey” de los mexicas se había entregado de manera voluntaria como vasallo del rey de España y por esa razón trataba a los representantes de su nuevo señor como sus amos. En su segunda Carta de Relación, Cortés presumiría, meses después, haber sometido el Imperio mexica sin violencia y sin mayores padecimientos para sus hombres, una hazaña sin paralelo en la historia, producto de su singular audacia, de su incomparable astucia y de la debilidad del soberano mexica.

Sin embargo, como han señalado diversos historiadores, más recientemente Matthew Restall, tenemos muchas razones para dudar de que sea toda la verdad, o incluso, que corresponda a lo que realmente dijeron y prometieron los mexicas. Por desgracia poco podemos saber sobre las razones que tuvieron los mexicas y su emperador para recibir y tratar tan espléndidamente a los invasores, más allá de la hospitalidad y largueza a la que les obligaba su propio poderío y prestigio como centro político, según la tradición mesoamericana. En realidad sobre ese periodo el único testimonio directo es el del propio Cortés, pues las versiones mexicas son mucho más tardías y la más detallada, en el libro XII del Códice Florentino, reproduce la versión cortesiana. En todo caso, como veremos en otro Amoxtli la semana que entra, lo más probable es que vieran la situación de una manera muy diferente, aunque también oscilaban entre la guerra y la paz.

Por su parte y desde la perspectiva española, la victoria tan espléndida como incruenta se confirmaba en la “vida a cuerpo de rey” que llevaban los conquistadores en el palacio; con mentalidad de vencedores, comenzaron a acumular el botín que les debía corresponder; organizaron rondines por la ciudad para reconocer y visitar templos, edificios públicos y escuelas con el fin de apoderarse de los metales preciosos que se guardaban en ellos, en forma de objetos de culto, ornamentos personales o tesoros. Más ambiciosos aún, los capitanes pidieron a sus anfitriones que les mostraran mapas y les dieran informes sobre los lugares donde se obtenían el oro y la plata. Sin dilación enviaron expediciones para inspeccionarlos y regresar con la mayor cantidad de riquezas que pudieran cargar, no ellos desde luego, sino los numerosos contingentes de tamemes o cargadores que hicieron acompañarlos.

Cada gramo de oro acumulado era para los expedicionarios una confirmación de la realidad y eficacia de su imaginada supremacía. Tal vez para los mexicas la intención fuera saciar el hambre de metales preciosos de los extraños seres que habían llegado a su ciudad con la esperanza de que regresaran satisfechos a su lugar de origen. No podían imaginar, tal vez, que esa sed era infinita: alimentada por las lógicas de acumulación del mercantilismo de la época, por la sed de riqueza de los individuos, empezando por el propio Cortés,  y por la necesidad que sentían de entregar a la Corona un cuantioso tesoro para conseguir su perdón por la traición cometida contra el gobernador de Cuba, Diego Velázquez.

Conforme el tesoro acumulado crecía a ojos de todos los expedicionarios, crecían también los celos y las desconfianzas entre ellos en torno a la manera en que debía repartirse tanta riqueza, nunca vista antes por esos hombres, ni en las humildes poblaciones extremeñas y castellanas donde nacieron, ni en sus modestos asentamientos en las islas del Caribe. También aumentaron, de manera inevitable, los miedos de perder estos inimaginables expolios.

En verdad, todos los expedicionarios sabían que su privilegiada posición era precaria y que la paz y el supuesto sometimiento de los mexicas podían romperse con facilidad y tornarse en su contrario: una guerra en la que estarían rodeados por un enemigo mucho más numeroso que pelearía en su propio terreno, una ciudad inexpugnable de la que sería casi imposible salir, temían que sus lujosos alojamientos se transformaran en una trampa mortal y el poderío adquirido se esfumara como un espejismo.

Esta desconfianza era alimentada por los constantes rumores de conspiraciones y ataques que les transmitían sus aliados mesoamericanos, tlaxcaltecas y otros, quienes desconfiaban como siempre de sus enemigos mexicas y encontraban por doquier signos de su perfidia.

Precisamente para conjurar esta temible posibilidad de amenaza, Cortés decidió apresar a Moctezuma a los pocos días de su llegada a México-Tenochtitlan. Tener como rehén al soberano mexica debía servir de garantía para mantenimiento de la paz, pues cualquier ataque contra los españoles podría costarle la vida; algo que ni el propio tlatoani ni sus hombres podrían desear. Igualmente, el miedo ante el posible fin de la convivencia pacífica con los mexicas hizo que los conquistadores apresuraran sus pesquisas para buscar más riquezas y que sintieran menos pudor en robar el oro de donde lo pudieran encontrar.

Era inevitable, lo sabían bien, que esta descarada ambición y las tropelías que la acompañaban provocaran más desconfianza y resentimiento entre sus anfitriones mexicas y los orillara a la hostilidad. Pero esta era otra razón para acelerar el expolio y reunir la mayor cantidad posible de riquezas en la menor cantidad de tiempo. En el caso de que se perdiera el reino, supuestamente ganado, al menos restaría el tesoro para repartirse, un signo mucho más tangible y real de la victoria que las intrigas y negociaciones diplomáticas de Cortés que la mayoría de sus hombres no entendían.

Para citar: Federico Navarrete , Al filo de la guerra y la paz, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1866/1866. Visto el 24/04/2024