Homicidios rituales, poder político y cosmología en México-Tenochtitlan

Desde la presencia española en el Caribe, los informes y testimonios de homicidios rituales por parte de los pueblos amerindios, que a veces incluían el posterior consumo del cuerpo de la víctima, sirvieron como justificación para la subyugación política a través de la guerra, para el encarcelamiento y la sentencia de muerte o para la esclavitud de los indígenas por los cristianos. Además, los españoles aprovecharon la práctica de estos rituales para crear la dicotomía, políticamente conveniente, entre aruaques o caribes, término que proviene de caríbales y que ingresó al idioma español como caníbales. Al aplicar esta dicotomía, los españoles consideraron como caníbales todas las comunidades indígenas que se oponían a la conversión al cristianismo y la ocupación de sus mundos; y no necesariamente o estrictamente a las comunidades que practicaban homicidios rituales y antropofagia. Así, los españoles comenzaron a encontrar caníbales en varias partes del Caribe y la Tierra Firme, especialmente en las Antillas Menores y la costa caribeña de América del Sur, contra las cuales libraron las llamadas guerras justas, que resultaron, entre otras cosas, en conquistas y esclavitud consideradas legítimas a los ojos de la justicia cristiana.

Como parte de este movimiento, los cristianos organizaron expediciones para conquistar y hacer guerras justas en la Tierra Firme del Yucatán, en la cual se decía que había reinos indígenas ricos y populosos y que realizaban copiosos homicidios rituales en sus ciudades. Las noticias acerca de la fama y grandeza de México-Tenochtitlan circulaban en el Caribe. En esta ciudad de cientos de miles de habitantes, una de las más grandes del mundo en el siglo XVI, las élites mexicas llevaban a cabo una serie de festivales y ceremonias públicas, en las cuales, entre otros actos solemnes, se realizaban homicidios rituales, algunos de los cuales seguidos por el consumo del cuerpo de la víctima. En las fiestas y celebraciones de la veintena Tlacaxipehualiztli, por ejemplo, los guerreros capturados más valientes eran asesinados por los guerreros mexicas. El guerrero cautivo era atado por la cintura o por el pie a una piedra grande, un temalacatl, y se le entregaban una espada y un escudo ineficaces, como juguetes, para defenderse de los guerreros mexicas armados. El combate se realizaba en presencia de los más altos miembros de la élite mexica y sus invitados. Al primer toque de la espada de obsidiana de los mexicas en el cuerpo del cautivo, la lucha cesaba y un sacerdote lo mataba sobre la piedra a la cual estaba atado. Luego, su piel era arrancada (tlacaxipehualiztli significa desollamiento de hombre) para ser vestida por personas que habían hecho votos a Xipe Totec que así se sanarían de ciertas enfermedades. En la veintena Toxcatl, en medio de varios otros actos ceremoniales, el dios Tezcatlipoca era asesinado ceremonialmente. Un año antes de la muerte, un joven era elegido para convertirse en la imagen viva del dios, su ixiptla. Durante todo este período era vestido y tratado como un teotl, es decir, recibía atención y reverencia, participaba en procesiones públicas y, unos días antes de su muerte, recibía a cuatro mujeres como esposas. En seguida, era muerto en una ceremonia reservada para algunos sacerdotes y miembros de las élites gobernantes.

Además de componer suntuosas ceremonias y fiestas públicas promovidas por las élites mexicas en edificios monumentales, los homicidios rituales también ocurrirían en varias otras ocasiones y sitios de México-Tenochtitlan. Una de sus formas más recurrentes era acostar la víctima pecho arriba sobre una piedra angulosa, que solo sostenía su espalda. Cuatro oficiantes, asignados específicamente a este papel, extendían a la víctima por sus pies y manos, haciendo que su cuerpo se estirara como una equis. Luego, otro oficiante abría el pecho de la víctima con un cuchillo y le arrancaba el corazón, que era depositado cuidadosamente en un recipiente especial. Luego, desde las plataformas de los templos, donde se realizaban muchos de estos actos rituales, el cuerpo inerte de la víctima era arrojado por las escaleras y recogido por quienes lo habían ofrecido, para que fuese preparado y consumido por los familiares y vecinos de los ofertantes.

Gran parte de estas informaciones proviene de los escritos de los conquistadores y misioneros españoles que actuaron en el altiplano central en el siglo XVI, como Bernardino de Sahagún y Diego Durán. En estos escritos, los homicidios rituales practicados por los mexicas se presentan como muy abundantes y ocupan gran parte de los relatos que tratan de las ceremonias y festividades públicas celebradas durante todo el año en México-Tenochtitlan. Este predominio narrativo de los homicidios ceremoniales en los escritos de los misioneros no significa que ellos, necesariamente, ocupaban la mayoría de las solemnidades mexicas; sino que eran objetos centrales de la atención de los misioneros, porque representaban para ellos uno de los mayores crímenes que los hombres podrían cometer. Sabemos, por estos mismos escritos y por otras fuentes histórica que había una multitud de otros actos ceremoniales que involucran la ofrenda de docenas de tipos de animales, plantas, semillas, incienso y papel, así como la realización de bailes y el consumo de diversos tipos de bebidas y comidas, entre otras cosas. Todo eso también poseía una enorme relevancia en las ceremonias y cosmología mexica y mesoamericana en general.

Pero, ¿cuál sería la magnitud y frecuencia de los homicidios rituales y la antropofagia en México-Tenochtitlan? ¿A partir de eso, qué podríamos pensar sobre su relevancia para el mantenimiento de los dominios políticos de los mexicas y sus aliados? Se cree que los guerreros cautivos y otras víctimas de los homicidios rituales en México-Tenochtitlan eran decapitados para que sus cráneos fuesen enseñados en varios tzompantlis, cercas o paredes de cráneos. La base del más grande e importante de ellos, el huey tzompantli, se ha encontrado en excavaciones arqueológicas recientes que han reportado casi setecientos cráneos en su composición. Sabemos que las fuentes españolas del siglo XVI, como los escritos del conquistador Andrés de Tapia y los textos del dominicano Diego Durán, proponen que este tzompantli tendría decenas de miles de calaveras en su constitución, o incluso más de cien mil, según Tapia. Además, también hay textos producidos por las élites nahuas-cristianas de mediados del siglo XVI que mencionan números muy altos para las víctimas de homicidios rituales en México-Tenochtitlan.

Los Anales de Cuauhtitlan afirman que los mexicas habrían asesinado ceremonialmente, en la inauguración del nuevo Templo Mayor, a fines del siglo XV, no menos de 80.400 hombres. Hasta el momento, no hay evidencia arqueológica para apoyar estas cifras masivas, ya sea de una torre de calaveras construida con más de 100,000 piezas o decenas de miles de víctimas asesinadas en una única ocasión. Por otro lado, hay que tomar en cuenta que los casi setecientos cráneos del huey tzompantli pertenecen fundamentalmente a su base, y no a toda la edificación, y que, además, es extremadamente difícil encontrar vestigios de los cuerpos de las víctimas que se habrían consumido, una tarea que se vuelve aún más difícil cuando las excavaciones se relacionan a México-Tenochtitlan, ciudad que ha sido completamente superpuesta por la Ciudad de México. Por lo tanto, el número de víctimas que tenían sus cráneos empleados en la construcción del huey tzompantli o una estimación más global de los asesinatos rituales realizados por los mexicas permanecen en debate.

Es cierto que el descubrimiento y el estudio del huey tzompantli apuntan a que se trataba de homicidios rituales relativamente frecuentes y numerosos, los cuales, además, tenían sus pruebas materiales expuestas en el complejo del Templo Mayor de modo central y monumental, indicando el carácter absolutamente medular de estas prácticas rituales en la formación de los cimientos del poder político mexica.

Abordar este tema no significa instaurar un juzgado de la Historia, no se trata de calificar a los mexicas y sus guerras floridas, como menos o más crueles que los españoles y sus guerras justas. Por el contrario, se trata de comprender la eficacia social que estos actos tuvieron en su propio contexto histórico, es decir, en las pretensiones y propósitos políticos de los mexicas; pero también en sus actividades cosmogónicas, es decir, como constructores y mantenedores de un mundo que dependía, entre otras, de estas acciones rituales.

Se sabe que la práctica de homicidios rituales de guerreros cautivos y otros tipos de víctimas era una tradición generalizada y antigua en Mesoamérica, así como en muchas otras áreas del mundo amerindio o del Viejo Mundo. En Mesoamérica, desde el período preclásico, existen fuertes evidencias de homicidios rituales que eran practicados por las élites de centros ceremoniales o ciudades que habían se convertido en cabeceras políticas regionales. Estas prácticas fueron constantes en la historia mesoamericana y parecen haber aumentado en los siguientes períodos, es decir, en el clásico y el posclásico.

Uno de los fundamentos más importantes de esas prácticas era la concepción de que el Sol y la humanidad de hoy eran precarios, inestables y dependían de la acción constante de dioses y hombres para cumplir su período de existencia. El Sol y la humanidad actuales habrían sido precedidos por soles y humanidades anteriores que, a través de cataclismos, fueron destruidos o, en el caso de las humanidades, transformados en animales que habitarían el mundo actual: como monos, peces y pájaros. En el pasaje de la era anterior a la era presente, grandes inundaciones habrían puesto fin al Sol y a la humanidad anteriores, cuyos sobrevivientes se habrían convertido en peces. Después de eso, los dioses, reunidos en consejo en Teotihuacán, decidieron crear un nuevo sol y una nueva humanidad. Para eso, Quetzalcoatl realizó la tarea de rescatar huesos de los antiguos seres humanos en el Mictlan y se los llevó a Cihuacoatl, que los molió en un tazón precioso, produciendo una masa que Quetzalcoatl regó con la sangre derramada de su propio pene; los otros dioses también hicieron ofrendas de su propia sangre. Luego, para crear un nuevo Sol, los dioses se reunieron nuevamente en consejo y el rico y bello Nahuitecpatl se ofreció a inmolarse en una hoguera, lo que resultaría en la creación del nuevo Sol. Pero, delante de la hoguera, el pretencioso dios vaciló con miedo y el pobre, purulento y despreciado Nanahuatl se arrojó al fuego y se convirtió en el nuevo Sol, seguido por el avergonzado Nahuitecpatl, que cayó sobre una hoguera ya en brasas y cenizas, convirtiéndose en el Luna. Sin embargo, los problemas del mundo actual no estaban resueltos, ya que el nuevo Sol, llamado Cuatro Movimiento, había permanecido inmóvil en medio del cielo, requiriendo ofrendas de sangre de cautivos para moverse y, así, no matar a todas las criaturas con su calor ininterrumpido, sin noches. Eso se resolvió con una guerra para hacer cautivos.

Así, los guerreros muertos fueron quienes movieron al Sol en su curso diario, desde el naciente hasta el medio del cielo, punto en que las mujeres muertas en el primer parto lo agarraban para llevarlo hasta el poniente. A partir de ese momento, el Sol sería llevado por los muertos ordinarios en su cruce nocturno por el Mictlan, es decir, por aquellos que no murieron en batallas, homicidios rituales, primer parto y viajes comerciales, o que no habrían muerto por causas atribuidas al dios Tlaloc, como rayos, ahogamientos o ciertas enfermedades que causaban bubones.

Estas explicaciones y narrativas nahuas muestran que el mantenimiento y el funcionamiento del mundo dependía de las acciones practicadas por dioses y hombres, entre las cuales estaban la guerra, los homicidios rituales de guerreros cautivos y la ofrenda de la propia sangre, que se practicaba ampliamente con la inserción de espinas o cortes en los muslos, glúteos, lenguas, pene y otras partes del cuerpo. No luchar o derramar este precioso líquido, del propio cuerpo o de otro cuerpo, significaba condenar al mundo a la inmovilidad y, por lo tanto, a su destrucción anticipada. A lo largo de su historia, al menos desde los zapotecas de Monte Albán, Mesoamérica ha conocido una serie de ciudades que se subordinan políticamente y tributan a otras comunidades políticas. Las élites de las cabeceras políticas o capitales eran formadas, en buena medida, por guerreros-sacerdotes o guerreros-chamanes, quienes se presentaban como protagonistas del mantenimiento del mundo por el encargo de realizar las guerras, homicidios rituales y ofrendas de sangre. Con este fin, emprendían las conquistas, lo que, a su vez, justificaría y consolidaría su posición de supremacía y prominencia social. Con esto, no estamos diciendo que había una relación maquiavélica o cínica entre estas ideas y las prácticas políticas de las élites mesoamericanas. Las ideas cosmológicas de estas élites gobernantes surgieron, se consolidaron y se transformaron en una relación cercana, incluso de indistinción, con la conformación de estas prácticas y el orden político; y no a priori o a posteriori, solamente para generar tales prácticas o para justificar tal orden.

Antes de cerrar, es importante al menos mencionar que hay otro tema fundamental para ubicar adecuadamente y en sus propios mundos a los homicidios rituales realizados por los mexicas, nahuas, mesoamericanos u otros pueblos amerindios. En términos generales, en el mundo indígena, las ofrendas rituales de sangre y vida no se limitaban a los seres humanos, sino que también abarcaban seres no humanos, como ciertos animales y plantas, considerados por los amerindios, de manera muy diferente de lo que ocurre en nuestro mundo cristiano-occidental, como otras humanidades, es decir, como seres que también poseen subjetividad, lenguaje, pensamiento, acción consciente y vida social. Esta forma amerindia de construir un mundo en el que existen diversas comunidades de personas, de humanos, haría que sus relaciones con ciertos animales se constituyeran como relaciones sociales, guiadas por patrones y acciones que, a nuestro juicio, serían formas de relaciones políticas, como la diplomacia o la guerra –y nunca como una relación donde solamente estarían en juego la obtención de alimentos y materias primas–. Por otro lado, esta misma presencia generalizada del carácter humano entre varios seres pertenecientes al mundo natural a nuestros ojos, privaría al ser humano de su carácter excepcional, concepción que puede ayudarnos a entender por qué las guerras amerindias incluían ciertas prácticas, como los asesinatos rituales y el consumo de los cuerpos de las víctimas, que, en nuestra mirada cristiana-occidental, deberían reservarse a los animales y plantas, los cuales compondrían un ámbito del mundo desprovisto de personas a nuestros ojos. Quizá, ese tipo de ámbito no existía en los mundos amerindios prehispánicos.

 

Para saber más

  • DESCOLA, Philippe. Más allá de naturaleza y cultura. Buenos Aires: Amorrotu Editores, 2012.
  • NAVARRETE LINARES, Federico. Entre a cosmopolítica e a cosmohistória: tempos fabricados e deuses xamãs entre os astecas. Revista de Antropologia. São Paulo: Departamento de Antropologia da FFLCH da Universidade de São Paulo, vol. 59(2), p. 86-108, agosto de 2016. Disponível em http://www.revistas.usp.br/ra/article/view/121934
Para citar: Eduardo Natalino dos Santos, Homicidios rituales, poder político y cosmología en México-Tenochtitlan, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1846/2712. Visto el 25/04/2024