La conquista de América: ¿guerra justa o guerra santa?

En el amoxtli anterior intitulado “Los conquistadores y el ethos caballeresco” hacía referencia a dos nociones fundamentales en el proceso de legitimación de la violencia: la guerra justa y la guerra santa. Si bien desde la perspectiva contemporánea ninguna agresión de una nación o de un grupo humano sobre otro puede ser justificada ni legitimada, a lo largo de la Edad Media, la cristiandad occidental elaboró complejas argumentaciones jurídicas y teológicas -herederas en muchos casos de la antigüedad clásica- para legitimar la guerra de conquista. En el caso de la conquista de América, estas nociones de larga data se materializaron en una serie de documentos como las propias Bulas Alejandrinas, el texto del Requerimiento elaborado por el jurista Juan López de Palacios Rubios (1450-1524) y particularmente el Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios -conocido también como Demócrates alter- redactado por el teólogo, jurista e historiador Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573) hacia 1547.

El texto de Sepúlveda permaneció inédito hasta 1892 cuando le publicó el polígrafo español don Marcelino Menéndez y Pelayo -aunque su contenido se conocía ampliamente por las impugnaciones que había elaborado en su contra el propio Bartolomé de las Casas- y a lo largo del siglo XX se difundió gracias a la edición que hiciera el Fondo de Cultura Económica en 1941. Desde las perspectivas del siglo XXI es fácil desacreditar los argumentos de Sepúlveda, pero si queremos comprender la complejidad del proceso de la conquista de América en general, y de la Nueva España en  particular, en función de los propios marcos políticos, jurídicos, sociales, religiosos y culturales de los protagonistas hispanos que hunden sus raíces en la Edad Media, es necesario ahondar en su estudio.

El concepto de guerra justa se acuñó en la Grecia clásica cuando los helenos entendieron que la agresión de los persas, un pueblo al que consideraban bárbaro era ilegítima. Ya en el siglo V a. C. Pericles pronunció un discurso que el historiador Tucídides hizo famoso en su Historia de las guerras del Peloponeso en el que consideraba legítimo el uso de la fuerza para proteger a su ciudad -Atenas- de la injustificada agresión de los espartanos quienes no sólo les impedían comerciar, sino que  además pretendían alterar el orden y el equilibrio geopolítico entre las ciudades de la Hélade surgido de las guerras médicas. Aristóteles, por su parte, en la Política señalaba que, por derecho natural, el alma gobierna al cuerpo y que, en consecuencia, los más débiles debían someterse a los más fuertes. Ya en época romana, fue Cicerón quien formuló plenamente la idea de la “guerra justa” para defender a la República de cualquier tipo de agresión. A partir de los tratados ciceronianos, Isidoro de Sevilla en el siglo VII d. C. formuló en sus Etimologías la noción de guerra justa que perviviría a lo largo de toda la Edad Media: “ Guerra justa es la que se realiza por previo acuerdo, después de una serie de hechos repetidos o para expulsar al invasor […] No se puede considerar justa ninguna guerra sino la notificada, declarada y que tiene como motivos hechos repetidos”.

Según el obispo hispalense, para que una guerra pudiese ser considerada justa debía cumplir tres condiciones fundamentales: a) que fuese declarada por una autoridad pública, puesto que era a los príncipes a quienes se había encomendado el cuidado de la República; b) que la causa fuera justa, es decir, que quienes fueran atacados realmente lo merecieran -por alterar el orden, la paz, rebelarse contra su señor, agredir injustificadamente a un Estado o población- y c) que hubiese “una recta intención” encaminada a restaurar el orden, la paz y la concordia. Del hecho de que una guerra se considerada justa o no se desprendían una serie de consecuencias jurídicas y prácticas concretas: si la guerra era justa, el combatiente no cometía asesinato, podía hacerse con el botín ganado al enemigo y repartirlo y podía ocupar sus territorios y poseerlos por derecho de conquista. Si una guerra no era justa se consideraba entonces que los combatientes combatían asesinato y no podían obtener legítimamente el botín de guerra.

En el caso de la conquista de América se podía considerar que la guerra era justa desde una perspectiva jurídica puesto que el papa Alejandro VI, la suprema autoridad de la cristiandad, había concedido a través de las llamadas bulas alejandrinas las islas y tierra firme “descubiertas y por descubrir” a los Reyes Católicos, Isabel y Fernando y a sus sucesores. De igual forma les había concedido como vasallos a los moradores de aquellas tierras que no fuesen cristianos y no estuviesen bajo la soberanía de un príncipe cristiano. Es importante subrayar que la reina Isabel en su Testamento y Codicilio (1504) consideraba a los indios americanos como “vecinos y moradores” y, por lo tanto y en función del derecho castellano y de la tradición jurídica medieval europea, eran considerados como hombres libres pero que, también según las concepciones de la época, debían obediencia como el resto de súbditos de la Corona castellana, a sus señores. Esa es la clave del Requerimiento de Palacios Rubios: se pide a los vecinos y moradores de la Castilla americana que, como personas libres y de razón que son, reconozcan la legítima potestad y soberanía de los reyes de Castilla; al no hacerlo caían en el delito de rebelión y podía ser castigado. Hacer la guerra contra un vasallo felón -desobediente- era considerado justo porque se restauraba el orden y la paz.

Las Cartas de relación de Hernán Cortés muestran la voluntad del capitán extremeño de actuar conforme a derecho -es imposible saber si siempre se respetó la lectura del Requerimiento- y de construir una legitimidad de la conquista.  Se ha observado no sin falta de razón que los pueblos amerindios no podían comprender el texto que se les leía porque estaba en latín. Eso es obvio desde la perspectiva actual, pero en el siglo XVI el latín era la lengua del derecho y de la Biblia y por lo tanto se consideraba que era una lengua universal comprendida por todos los pueblos civilizados. La falta de conocimiento y dominio del latín era considerada una muestra de barbarie e incivilización y un argumento que legitimaba el dominio de quien se consideraba heredero de la tradición clásica frente al bárbaro.

El concepto de “guerra santa”, por su parte, es mucho más tardío. Se elaboró a lo largo del siglo XI como consecuencia de las pretensiones del papa Gregorio VII (1073-1085) de imponer una jerarquización en el seno de la Iglesia, de erigirse como la máxima autoridad tanto en lo espiritual como en lo temporal y de someter a los reyes, príncipes y súbditos de la cristiandad medieval a su suprema autoridad. Uno de los vehículos más eficaces en la construcción de este proyecto político-religioso conocido como “Reforma gregoriana” fue la imposición de los valores monásticos en el conjunto de la sociedad feudal y la definición de Europa como una sociedad cristiana. Una sociedad cuya suprema autoridad sería ejercía por la cabeza de la Iglesia -el papa- quien tendría a su vez la obligación de defender a la Iglesia -en su doble acepción de comunidad de fieles  y de institución- de sus enemigos externos -infieles y paganos- y de sus enemigos internos -herejes y judíos.

En el año 1095 el papa Urbano II, heredero de las teorías de la supremacía pontificia, convocó a un concilio en la ciudad francesa de Clermont y en ella invitó a la cristiandad a recuperar los santos lugares de Jerusalén bajo el grito “Dios lo quiere”. El Concilio materializó no sólo la supremacía pontificia, sino también la apropiación por parte de la Iglesia de los principios de la guerra justa a los que se sumaron una serie de nociones de orden religioso que concedían a la guerra un carácter sacramental, es decir, de “guerra santa”, por que era querida y protagonizada por Dios para defender a la comunidad cristiana de sus enemigos y que hacía que los nobles y caballeros que peleaban en los ejércitos del Señor no fueran simples soldados sino auténticos miles Christi que peleaban por la fe. Además de los elementos rituales que concedían a la guerra su carácter sagrado, Urbano II formuló una idea muy novedosa: a quienes muriese en combate defendiendo el nombre de Cristo, los lugares sagrados del cristianismo y a la comunidad cristiana -a la Iglesia, en suma- le serían perdonados sus pecados. Esta idea se fundamentaba, además, en una vieja noción carolingia que entendía la conquista de los pueblos paganos como una expansión de la cristiandad -dilatatio christianitatis- y el aumento de la fe.

A partir de la primera cruzada -que se saldó con la conquista de Jerusalén por el ejército cristiano en 1099- se estableció que la guerra justa debía cumplir ocho condiciones: a) debía ser inspirada por Dios y librada por su orden y voluntad; b) debía estar dirigida  o bendecida por una autoridad eclesiástica; c) tenía que hacerse en defensa de la religión, de la Iglesia o para hacer frente a los enemigos externos o internos; d) tendría como objetivo propagar la fe cristiana (romana) entre los no creyentes; e) los combatientes debían ser consagrados ritualmente mediante el ejercicio de penitencia, la asistencia a misa, la comunión y la bendición de su persona y sus armas; f) los ejércitos debían portar elementos religiosos que manifestaran la presencia divina (reliquias, cruces, ostias, altares portátiles, lábaros, imágenes de santos o de la Virgen); g) se otorgaban promesas de remisión de los pecados a quienes muriesen en combate y h) era una guerra que debía realizarse para garantizar la unidad religiosa y/o restablecer la unidad de la Iglesia. En el transcurso de los siglos XII, XIII y XIV los reyes de Castilla y León hicieron suyos estos principios y ello ha permitido a los estudiosos hablar de una “hispanización” del ideal de Cruzada.

Si se analizan los discursos y los gestos realizados por los soldados castellanos en el proceso de conquista de Mesoamérica es evidente que encontramos muchos elementos propios de la guerra santa, como la presencia de altares e imágenes devocionales, la celebración de misas o la celebración de la Eucaristía antes de entrar en batalla. Sin embargo, la guerra de conquista, si bien tenía como objetivo último la expansión de la fe cristiana en el Nuevo Mundo, no había sido declarada por una autoridad eclesiástica ni se había garantizado en los primeros momentos la remisión de los pecados por parte del papado a quienes murieran en combate, por lo que, al menos durante los primeros años de la empresa cortesiana, ésta  no podía ser considerada ni como una “guerra santa” ni mucho menos como una “cruzada”. Ello explica que la monarquía hispana buscara con ahínco en cualquier caso la bula de cruzada no sólo por los beneficios espirituales que conllevaba sino también por las rentas que le generaba y que las campañas del trienio 1519-1521 deban ser definidas en todo caso como una guerra de conquista legitimada por la noción jurídica de la guerra justa y el principio de la dilatatio christianitatis.

 

Para saber más:

  • Ayala Martínez, Carlos de, Las cruzadas, Madrid, Sílex, 2004.
  • Ayala Martínez, Carlos de y Ríos Saloma, Martín (eds.), Fernando III, tiempo de cruzada, Madrid-México, Sílex-UNAM, 2012.
  • Flori, Jean, La guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, Granada, Universidad de Granada, 2003.
  • García Fitz, Francisco, La Edad Media. Guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas, Madrid, Sílex, 2003.
Para citar: Martín Ríos Saloma, La conquista de América: ¿guerra justa o guerra santa?, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1745/2549. Visto el 19/04/2024