Las ciudades en el mundo mediterráneo

El 22 de abril de 1519 Hernán Cortés fundó en las costas del actual estado de Veracruz la Villa Rica de la Vera Cruz. Este acto fundacional no poseía solamente lecturas políticas o jurídicas, sino que tenía una marcada significación cultural e histórica, pues obedecía a una tradición de larga data desarrollada en el ámbito mediterráneo cuyos orígenes podían remontarse a la fundación de los centros urbanos en Mesopotamia, Fenicia y la propia Grecia. El inicio de la vida urbana marcó una serie de transformaciones en la estructuración de las primeras comunidades humanas: las sociedades más o menos sencillas e igualitarias se transformaron en sociedades complejas, jerarquizadas y en las que tanto el proceso de división del trabajo como los intercambios comerciales se acentuaron notablemente.

Fueron, sin duda, los griegos quienes dieron a la ciudad -a la polis- un sentido más amplio: para ellos, la ciudad no era sólo el lugar en el que se intercambiaban productos o se protegían las poblaciones de los ataques enemigos, sino que era el espacio de civilización por antonomasia, el espacio donde a través de la palabra y de las leyes -de la política en última instancia-, los ciudadanos podían vivir armónicamente y se favorecía el desarrollo del pensamiento, las artes y el comercio. Ello explica que la civilización griega fuera, ante todo, la suma de sus ciudades-estado que, aunque independientes entre sí políticamente, compartían una serie de rasgos culturales que, como la lengua, los diferenciaba de otros pueblos a los que consideraban bárbaros.

El imperio romano heredó esta concepción de la ciudad como centro de civilización y ello es lo que explica que la expansión militar romana en época republicana (509-27 a. C.) no fuese otra cosa que la conquista y anexión de ciudades ya fundadas, particularmente de ciudades portuarias mediterráneas - como Mesina, Siracusa, Atenas, Barcelona, Tarragona, Cádiz-, y que la expansión hacia la Europa continental estuviese signada por la fundación de nuevas ciudades como Mediolano (Milán) o Lutecia (París). Así pues, Roma no era otra cosa que una constelación de ciudades y puertos comerciales unidos entre sí por las célebres calzadas y las rutas marítimas que unían Europa, Asia y África. Fue por ello que los romanos llamaron al mar Mediterráneo como el Mare Nostrum -nuestro mar-, pues su poderío no estaba fundado tanto en el dominio militar como en el control de las rutas comerciales.

Los romanos, sin embargo, distinguían, según lo hizo notar Isidoro de Sevilla en sus Etimologías escritas ya en el siglo VII, la urbs de la civitas. La urbs (urbe) no era otra cosa que a la fábrica material, es decir, al conjunto de infraestructuras -edificios públicos, casas particulares, calles, drenajes, etc.- en el que se desarrollaba la vida urbana. La civitas, por el contrario, era el conjunto de ciudadanos (cives) que vivían en la ciudad y que la constituían en términos políticos. Pero no debe pensarse que todos los habitantes de la ciudad eran ciudadanos. Según la tradición jurídica romana, una persona sólo podía ser considerado ciudadano si cumplía estos requisitos: ser libre, varón, mayor de edad, propietario y pater familias. La ciudadanía y, en consecuencia, la vida política estaban limitadas a una minoría. 

En todas las ciudades del imperio romano existieron una serie de cargos que se ocupababan de la administración cotidiana de las mismas: el cónsul, designado por el senado o el emperador, eran la máxima autoridad; el quaestor se ocupaba de la recaudación de impuestos; el edil era el encargado de llevar a cabo y mantener las obras públicas; el censor, por su parte, se encargaba de realizar los censos, de procurar la observancia de las buenas costumbres y de infligir los castigos correspondientes; el ponfifex, por último, encabezaba las ceremonias religiosas. De igual forma, en todas las ciudades del imperio la lengua de la administración y de la cultura era el latín -aunque en el Mediterráneo oriental el griego tuvo siempre un peso importante-, se utilizaba la misma moneda, regían las mismas leyes y la palabra escrita poseía un enorme valor político, jurídico y cultural. De esta suerte, a través de las ciudades, Roma impuso en las amplias zonas que dominó en torno al Mediterráneo una serie de valores, costumbres, formas de vida y tradiciones comunes que permitía integrar a una entidad cultural superior a personas procedentes de distintos pueblos con lenguas y tradiciones culturales propias. A este proceso de aculturación -la mayoría de las veces impuesto por la fuerza- se le conoce como romanización y, como ocurría en el mundo griego, permitía distinguir a la civilización de la barbarie. Esta última estaba representada por todos aquellos pueblos que no hablaban latín y que no compartían los valores culturales de la romanización, por lo que eran considerados inferiores y sujetos de dominación.

A partir del siglo IV el imperio romano entró en una profunda crisis que se saldó, en el siglo V, con la fractura de la unidad mediterránea y el surgimiento de tres entidades geopolíticas distintas: el Imperio Bizantino en el mediterráneo oriental; el mundo árabe-islámico en el norte de África y los reinos germánicos en la Europa continental. Sin embargo, y contra la creencia popular, las ciudades del antiguo imperio romano, y particularmente las ciudades portuarias, no desaparecieron. Es cierto que perdieron población, que se contrajo su área de influencia económica y política, que en muchos casos se fracturaron las redes de comercio que las vinculaban con poblaciones lejanas, que hubo rebeliones internas y caos político, pero no desaparecieron y lograron sobrevivir a las transformaciones del convulso periodo tardo-antiguo y alto medieval que se extiende entre los siglos V y IX d. C.

Con las ciudades sobrevivieron también a lo largo de toda la Edad Media los valores culturales, políticos, jurídicos y económicos a ella asociados, independientemente si se tratase de las ciudades de la península itálica como Florencia, Pisa o Nápoles, de ciudades imperiales como Frankfurt o Hamburgo, o de las ciudades de la península ibérica, las cuales, aunque estuvieron dominadas por el islam entre los siglos VIII al XIII, recuperaron su herencia romano-latina cuando fueron conquistadas por los reyes hispano-cristianos. De esta suerte, cuando Cortés fundó la Villa Rica de la Vera Cruz y posteriormente él y sus hombres constituyeron el cabildo de la ciudad, no sólo erigieron un núcleo poblacional a partir del cual desarrollar las exploraciones del territorio y el contacto con sus habitantes, sino que fundaron lo que consideraban como un auténtico centro de civilización y de irradiación cultural nutrido por la vieja tradición urbana desarrollada en torno el Mediterráneo. Ello es lo que explica que, en última instancia, el reino de la Nueva España fuese articulado a partir de la fundación de ciudades nuevas y que éstas sean las que en la actualidad estructuran nuestro país: Veracruz, Xalapa, Puebla, Acapulco, Mérida, Valladolid (Morelia), Antequera (Oaxaca), Santiago de Querétaro y un largo etcétera.    

Para citar: Martín Ríos Saloma, Las ciudades en el mundo mediterráneo, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/1461/1461. Visto el 29/04/2024